🜏 Capítulo 2 – El Ciclo Inicia con Sangre
Narrador: Varek
"Las madres nacen sabiendo morir por sus hijos.
Pero algunas también mueren sabiendo que sus hijos deberán matar."
—Luciano Kerens
La sangre de mi madre olía a estrellas quemadas.
Lo supe en el primer grito: ese que se desgarró en su garganta mientras el fuego devoraba las paredes del viejo refugio que llamábamos hogar.
—Varek… ven… —susurró.
Yo tenía apenas diez años, pero ya comprendía lo que significaban esas palabras: muerte, herencia, elección.
Me tomó la mano. Sus uñas estaban sucias, los labios rotos. No tenía más tiempo, pero me dejó algo mejor que el tiempo: un nombre y un mandato.
—Protege a tus hermanos, cueste lo que cueste… y usa tu sangre.
Su cuerpo cayó entre las raíces del roble sagrado.
El aire se quebró. Las runas bajo su piel comenzaron a brillar, revelando memorias talladas en piedra viva. No eran simples signos: eran voces antiguas que respondían a la sangre.
Sentí que algo en mí se rompía.
Mi niñez se disolvió junto al cuerpo de mi madre.
Detrás, mi padre observaba: Velmior Rahz, bello como un dios maldito, inmóvil, sin lágrimas. No se acercó. No habló. Solo esperó su momento para apoderarse de nosotros.
Nunca la amó. Solo la usó.
Mi madre me había enseñado, en sueños, lo que debía hacer si ese día llegaba: el Ritual de los Dones.
Y yo lo haría.
Con la daga del destino corté mi palma. La sangre cayó sobre las runas, y la tierra despertó.
El aire crujió otra vez.
Mis hermanos observaban: inocentes, ajenos al peso de lo que estaba a punto de dividirnos.
Tomé a Sanathiel de la mano —el intermedio, la calma antes del rugido.
—Tu alma está unida a la luna.
Le entregué el medallón lunar que fue de nuestro padre: el dominio sobre los Nevri, bestias de la sangre del lobo. Sus ojos se encendieron en oro. Un colmillo brotó. Sería guía… o pesadilla.
Luego me volví hacia Sariel, el menor, el más callado.
Cuando el eco de Velmior rozó su sombra, cadenas negras surgieron de su piel, envolviéndolo sin herirlo, como una promesa.
—Tú llevas dentro la oscuridad —murmuré—. Te doy el Don de las Sombras.
Sus ojos se vaciaron, negros por completo. Algo en él murió para dejar paso a otra cosa.
Entonces la daga habló.
—Para ti, primogénito… Varek.
El don: la inmortalidad.
Tu cuerpo no se quebrará, pero tu alma cargará con los fragmentos de todos los que ames.
Mis ojos se tornaron violetas.
El tatuaje del Ouroboros ardió en mi brazo: un lobo blanco girando en espiral, mordiéndose la cola. Su cabeza nacía del hueso, su cuerpo se volvía fuego, y su cola, sombra líquida. En el centro, un ojo cerrado con una luna invertida; junto a la cola, un corazón humano.
Mamá decía que el amor es lo último que se pierde… incluso en los monstruos.
—Solo uno de los tres recibirá la bendición completa —susurró nuestro padre.
Entonces comprendí su propósito: quería un cuerpo terrenal. Uno de nosotros debía ser su vasija.
Con las palmas ensangrentadas activé las runas.
Mi padre avanzó. Su forma humana se distorsionó; el fuego lo devoró.
—¡Eres mi vasija, Varek! —rugió.
Pero el círculo ya estaba cerrado.
—No más —dije—. Nunca más.
El demonio gritó traición.
Sus llamas se volvieron verdes. La tierra se abrió. Las raíces del roble lo arrastraron al abismo.
Apoyé la mano sobre la tierra ardiente.
—Con esto no avanzarás más, padre.
Velmior Rahz, espectro de la noche, fue sepultado bajo la misma tierra que había manchado con su nombre.
No miré atrás. Tomé las manos de mis hermanos y corrimos hacia el bosque. Pero el ciclo ya comenzaba a torcerse.
Afuera, el mundo nos transformó.
Sanathiel olió el aire como un animal salvaje. Sus colmillos crecieron. Sus ojos dorados destellaron bajo la luna.
Sariel murmuraba cosas que no debía saber. Donde él caminaba, la vida se marchitaba.
Y yo… veía distinto. Me sentía distinto. Mi fuerza crecía. Mi espíritu se endurecía como piedra al fuego.
Llegamos a un pueblo oculto entre las montañas: Refugio.
Nos alejamos en una cabaña vieja, conociendo a un chico, quien me enseñó a leer, a escribir. Incluso preparar comidas tibias.
Por un tiempo, creí que la maldición había dormido.
Hasta que llegó la noche en que Sariel sonrió.
Sanathiel dormía en mi regazo. Canté la misma canción que mamá murmuraba entre dientes.
Sariel observaba desde la sombra, con una dulzura que me heló.
Al amanecer, un niño del pueblo —mi amigo— desapareció.
Lo hallé en el ático: sin ojos, sin manos, solo un charco de sangre.
—¿Por qué? —le pregunté.
Sariel me miró con ternura.
—Te gustaban sus manos… y su risa. Así que te las guardé.
La vela cayó. El fuego nació. Las llamas verdes devoraron la casa.
Sariel encadenó a Sanathiel con sus sombras.
—Perdóname. Quiero liberarte —dijo.
Y le clavó la daga.
Pero Sanathiel no murió.
⟡
Desperté entre cenizas. El cuerpo de Sariel era humo.
Yo deseé morir, pero la daga me lo negó.
De entre la oscuridad surgió Luciano Kerens, vestido de negro, piel de luna muerta.
—Eres inmortal —dijo—. Y tu hermano… el que duerme bajo el árbol… aún vive.
Miré a Sanathiel, tembloroso, puro.
—¿Crees que contigo vivirá bien? —preguntó Kerens.
—Lo matará —susurré.
—Entonces bórralo. Escóndelo. Protégelo. Yo lo vigilaré desde las sombras.
—Solo si puedo verlo —dije.
Luciano sonrió. No fue bondad: fue pacto.
—Así comenzará el segundo ciclo —murmuró.
Detrás de mí, las ascuas del refugio aún ardían.
Esa noche, antes del amanecer, sostuve a Sanathiel una última vez.
Le canté, lo envolví en una manta, escribí una carta que jamás entregaría.
Antes de que el sol saliera, lo dejé en Esperanza del Ciervo, y desaparecí entre los árboles.
Desde la colina juré:
—No importa cuántos siglos pasen, ni cuántas veces me olvides o me odies. Te protegeré. Siempre.
El ciclo había comenzado.
Y yo… ya no era un niño.
Luciano, bajo el roble maldito, susurró:
—A veces los héroes no salvan el mundo. Solo lo retrasan un poco.
Y bajo las cenizas, donde Sariel había ardido, algo oscuro latía aún, como un corazón que nunca aprendió a morir.
