Cherreads

Chapter 18 - Capítulo 17

ALAN.

No podía dejar de mirar los rostros a mi alrededor. Todos tenían esa misma mezcla de incredulidad y dolor en los ojos. Algunos de mis primos mayores estaban con la vista fija en la mesa, tragando fuerte para no quebrarse. Otros miraban a Réen con los ojos enrojecidos, lágrimas contenidas que apenas podían controlar. Y mis tíos… ellos parecían estar librando una batalla interna, entre la rabia de imaginar lo que él pasó y el alivio de tenerlo allí, frente a todos, vivo.

Yo mismo sentía la garganta apretada. Había escuchado esa historia antes, de su propia boca, pero verla compartida con todos, ver cómo cada palabra atravesaba a mi familia como una daga, me estaba matando lentamente.

De pronto, la voz de mi tía Laura rompió el silencio pesado:

—Hijo… —dijo con suavidad, inclinándose hacia adelante— ¿has recibido ayuda profesional? Quiero decir… todo lo que has pasado… son muchas heridas, demasiadas. Nadie podría cargar con eso solo.

Vi cómo Réen levantó la vista hacia ella. Su mirada estaba cansada, pero no esquiva.

—Sí —respondió con calma—. Mientras estaba en el ejército recibí ayuda. Teníamos psicólogos, gente entrenada para escuchar. Y hace poco… comencé terapia de nuevo. Es un proceso lento, pero… estoy en ello.

Mi madre suspiró como si acabara de soltar un peso enorme. Algunos asintieron con alivio. Pero justo en ese momento, el tío Iván levantó la voz, desconcertado:

—Un momento, ¿cómo que cuando estabas en el ejército? —sus cejas se fruncieron, como si creyera haber escuchado mal.

Réen asintió despacio, como si se hubiera preparado para esa pregunta.

—Sí. Cuando Guillermo me llevó de Noruega… yo no tenía nada. Ni documentos, ni dinero, ni un hogar más allá del orfanato. Y… con algo tenía que pagar todo lo que estaban haciendo por mí. Así que me enlisté en el ejército de Noruega.

Escuché varios murmullos recorrer la mesa. Alguien susurró "¿en serio?" y otro "tan joven…".

—Estuve en varias misiones durante este año —continuó él, con la voz firme—. Misiones reales. Pero ya me di de baja antes de regresar aquí. No voy a volver al servicio.

Guillermo, a su lado, asintió en silencio, confirmando cada palabra con ese gesto serio que siempre lo caracterizaba.

—¿Y las pesadillas? —preguntó mi tía Rosa con cautela, como si temiera escuchar la respuesta.

—Siguen —admitió Réen, bajando un poco la mirada—. A veces duermo más de lo que solía. Otras veces… no duermo nada. Hay noches en las que siento que sigo allá.

La sala quedó en silencio de nuevo. Yo podía escuchar cómo mi corazón golpeaba en mi pecho.

Fue entonces cuando Emilia, una de mis primas más cercanas a mi edad, se inclinó hacia adelante, con lágrimas ya marcándole el rostro. Su voz temblaba, pero se atrevió:

—¿Y… todavía… sigues teniendo pensamientos de… de hacerte daño?

La pregunta cayó como un martillazo. Todos enmudecieron. Sentí la tensión de mi madre apretar aún más la mano de mi padre.

Réen levantó los ojos y por un instante me pareció ver un destello de vulnerabilidad en ellos. Pero respondió con firmeza:

—No. —Sacudió la cabeza—. No más. Lo intenté tantas veces que… llegué a perder la cuenta. Pero ahora… ahora no.

Un murmullo de alivio recorrió la sala. Algunos tíos bajaron la cabeza, como agradeciendo en silencio. Otros se secaron las lágrimas sin disimulo.

—¿De verdad? —insistió Emilia, como queriendo aferrarse a esa respuesta—. ¿Ya no piensas en eso?

—De verdad —repitió él, y esta vez su voz sonó más fuerte—. No voy a mentir, las pesadillas siguen, los recuerdos siguen, pero… ahora sé que no estoy solo. Tengo gente a mi alrededor, tengo motivos. Eso… me basta para no volver a caer en lo mismo.

Yo apreté los puños debajo de la mesa. Orgulloso. Orgulloso de él. Y al mismo tiempo, roto por saber cuánto tuvo que soportar antes de llegar a ese punto.

Yo seguía repasando los rostros de todos, cuando escuché que una de mis tías, Clara, levantaba la voz con cierto nerviosismo:

—¿Y… le hicieron exámenes médicos? —me miró primero a mí, luego a mis padres, como si buscara confirmar con alguien de confianza—. ¿Saben si… si tiene alguna herida que deba tratarse? ¿Alguna enfermedad que pudo haber contraído en esos lugares horribles?

Otra tía, Laura, se sumó rápido:

—Sí, eso mismo me estaba preguntando. No podemos fingir que todo ya está bien solo porque regresó. Su cuerpo también ha sufrido, ¿no?

Mi madre fue la que se adelantó, respirando hondo antes de hablar, como si hubiera esperado que esa pregunta saliera tarde o temprano:

—Sí. —Su voz sonaba serena, pero yo podía ver la tensión en sus manos entrelazadas—. Estuvimos casi seis horas en el hospital hace unos días. Le hicieron estudios completos: sangre, radiografías, todo lo que pudieron revisar.

Todos guardaron silencio, expectantes, como si fueran a escuchar una sentencia.

—¿Y? —preguntó el tío Iván, algo brusco por la impaciencia—. ¿Cómo salió?

—Bien —respondió mamá, mirando a Réen con un gesto suave—. Todo salió bien. No hay enfermedades, ni infecciones, ni nada que tengamos que temer en ese sentido.

Un suspiro colectivo recorrió la mesa, aunque ella no había terminado.

—Pero… —agregó, bajando un poco la mirada— su cuerpo, por supuesto, no está bien del todo. Tiene fracturas mal soldadas, huesos que nunca se atendieron en su momento.

—Dios mío… —susurró Rosa, cubriéndose la boca.

—También llegó con ligera desnutrición —continuó mamá—. Ahora se ve mejor, porque lo hemos estado cuidando, alimentando bien. Pero cuando lo recibimos… estaba mucho más delgado, el cabello largo y descuidado, las ojeras más profundas de lo que ven ahora.

Yo cerré los ojos un momento, recordando esa primera noche. La imagen me perseguía todavía.

Mi tía Lucia, con voz frágil, preguntó:

—¿Y los médicos qué dijeron? ¿No… no recomendaron nada para ayudarlo?

—Sí —contestó mamá—. Nos recetaron unas pastillas, en caso de que desarrolle depresión severa o alguna otra consecuencia de todo lo que ha vivido.

Los murmullos no se hicieron esperar. Algunos asintieron como si fuera lo correcto, otros parecían tensos.

—¿Y se las está tomando? —preguntó Emilia, directa como siempre.

Antes de que mamá pudiera responder, fue Réen quien levantó la cabeza. Su voz fue firme, sin titubeos:

—No. Me negué.

Varios lo miraron con sorpresa.

—¿Cómo que no? —preguntó Clara, con cierto reproche—. ¡Serian para ayudarte!

—No quiero medicarme —dijo él, con calma, pero con ese tono seco que usaba cuando ponía un límite—. Lo hablé con los doctores. Tampoco querían darme algo sin estar seguros de que realmente lo necesito.

—Entonces… —el tío Iván entrecerró los ojos— ¿qué van a hacer?

—Sesiones de terapia —respondió mamá, retomando la conversación—. Lo ayudarán. Dos por semana, al menos por ahora. Eso, y nosotros. Su familia.

—Eso es lo que más necesita —intervino el abuelo Matías, golpeando suavemente la mesa con la palma abierta—. Cercanía, apoyo, compañía. Los medicamentos pueden ser un recurso, pero no son la solución a lo que ha vivido.

—Pero si algún día los necesita… —agregó mi abuela Elizabeth, mirando a Réen con ternura—, ¿los tomarás?

Réen suspiró, se pasó la mano por el cabello, y contestó después de unos segundos:

—Si llego a ese punto… sí. Pero ahora no. Ahora quiero intentarlo sin eso.

Un silencio lo siguió, como si todos asimilaran sus palabras.

Guillermo, que hasta ese momento había estado callado, intervino por primera vez en la charla:

—No se preocupen. Yo he visto a soldados en peores condiciones que él. Está mucho más fuerte de lo que parece. Lo que necesita es tiempo… y personas que le recuerden todos los días que ya no está solo.

Yo pensaba que ahí quedaría la cosa, pero claro… no conocía a mi familia si creía que no iban a seguir preguntando.

El tío Manuel carraspeó, miró a Réen con cierta cautela y dijo:

—Y… físicamente, hijo. ¿Cómo estás ahora? ¿Puedes moverte bien? ¿Hacer deporte?

Réen lo miró con esa calma rara que a veces tiene, como si midiera cada palabra antes de dejarla salir:

—Puedo moverme. Puedo entrenar. Incluso hago ejercicio todos los días.

—¿En serio? —preguntó mi primo David, arqueando las cejas—. ¿Como qué?

—Lo básico —respondió Réen—. Flexiones, correr… a veces practico con peso.

Guillermo sonrió de lado.

—"Lo básico"… —repitió, como si fuera una broma privada—. Para él, "lo básico" son rutinas que ni yo aguanto sin sudar como loco.

Eso hizo que varios rieran, aligerando la tensión por un instante.

Pero entonces, la tía Laura fue más directa:

—¿Y dolores? ¿Tienes alguno?

Ahí el ambiente se volvió a poner serio. Réen bajó la mirada, se frotó el brazo izquierdo, y contestó:

—Sí. Tengo dolores crónicos. Algunos huesos se soldaron mal y… eso no se arregla fácil. —Se tocó la pierna, arriba de la rodilla—. Aquí duele con el frío. Y también la espalda.

—¿Y no se puede operar? —insistió Iván, que no soltaba nada nunca.

Mamá contestó en su lugar, con tono cansado pero firme:

—El doctor dijo que sí, que se podría considerar cirugía en el futuro. Pero no ahora. Su cuerpo necesita estabilizarse, ganar fuerza, acostumbrarse otra vez a una vida normal.

Mi abuela Sara suspiró, con una mezcla de alivio y dolor.

—Pobrecito…

—No soy pobrecito —interrumpió Réen, levantando la voz lo justo para que todos lo escucharan. Sus ojos se endurecieron un segundo, y luego se suavizaron—. Solo… tuve mala suerte. Y buena suerte al mismo tiempo. Estoy aquí, ¿no?

Ese comentario dejó a más de uno sin palabras.

Mi primo mayor, Julián, intentó cambiar el enfoque:

—Pero, oye… ¿puedes hacer deporte como antes? ¿Fútbol, básquet?

Réen lo miró con una sonrisa corta, casi irónica:

—No lo sé. No me acuerdo cómo era "antes". —Hizo una pausa—. Pero puedo intentarlo.

Guillermo entonces, con su voz grave, añadió:

—Tiene dolores, sí, y cicatrices que no se borran. Pero créanme cuando les digo algo: su resistencia es más fuerte que la de muchos soldados adultos que conocí. Y eso… no se lo quita nadie.

No sé quién fue el primero en preguntar, pero la chispa encendió el fuego.

Mi primo Julián, que nunca mide lo que dice, se inclinó hacia adelante.

—¿Y… sabes pelear? —preguntó con algo de fascinación—. ¿O sea, todavía entrenas como soldado?

Réen se encogió de hombros.

—Sé defenderme. —Lo dijo sin vanidad, sin alardear, solo como quien afirma que sabe atarse los zapatos—. Y sí, aún entreno. No puedo dejarlo.

Algunos primos más jóvenes abrieron los ojos, impresionados.

—¡Qué loco! —soltó Martín, de diecisiete años—. ¿Entonces sabes usar armas?

—Sé usarlas —contestó Réen, con tono seco.

—¿Y… alguna vez tuviste que…? —la voz de Martín se quebró, pero lo terminó—. ¿Matar?

Ahí el aire se congeló.

Todos lo miramos. Incluso los niños que habían insistido en quedarse se enderezaron en sus asientos, atentos.

Yo vi cómo los ojos azules de mi hermano, los mismos que mamá y yo tenemos, se oscurecieron de una manera que me heló la sangre.

Desvió la mirada hacia un costado y respondió:

—Sí.

Un murmullo recorrió la sala.

Pero Réen no se detuvo ahí.

—Más veces de las que me gustaría contar. —Su voz se quebró un poco, como si cada palabra le costara—. En esos cuatro años en cautiverio… nos obligaban. No era una opción. O ellos, o yo.

Silencio absoluto. Solo escuchaba su respiración, pesada.

La tía Laura, casi susurrando, se atrevió a preguntar:

—¿Y… cómo… cómo podías soportar eso?

Réen levantó la mano y se rascó la nuca con fuerza. Pero no era un simple gesto nervioso. Yo vi cómo hundía las uñas en la piel, tan fuerte que pensé que se iba a cortar.

—No lo soportaba —respondió, bajando la voz—. Me rompía cada vez. Y aun así lo hacía… porque si no, me mataban.

Alguien más, creo que fue Iván, soltó la pregunta más incómoda de todas:

—¿Alguna vez… lo disfrutaste?

Yo abrí la boca para detenerlo, pero fue tarde.

El rostro de Réen cambió. La vena en su mandíbula se marcó, sus ojos se pusieron rojos, y sus uñas se clavaron más hondo en su cuello, peligrosamente cerca de la yugular.

—Sí —dijo, la voz grave, casi un gruñido—. Hubo un momento… en que dejé de ser yo. Me convertí en otra cosa. Y… sí. Llegó a gustarme. Por eso intenté matarme tantas veces. Porque no quería seguir siendo eso.

El silencio fue más denso que nunca. Nadie respiraba. Nadie parpadeaba.

Hasta que Guillermo dio un paso adelante, su voz firme, casi como un disparo:

—¡Basta!

Todos lo miraron.

—¿No lo ven? —continuó—. Lo están acorralando como si fuera un interrogatorio. No es un criminal, es su familia.

Los abuelos aprovecharon el peso de su autoridad. El abuelo Matías se puso de pie y golpeó la mesa con la palma.

—¡Ya escucharon! —tronó su voz—. ¡Se acabaron las preguntas!

La abuela Agnes añadió, con un tono más suave pero igual de contundente:

—Es suficiente. Nadie necesita remover tanto dolor de golpe.

Vi cómo mamá intentaba suavemente quitar la mano de Réen de su cuello, pero él no soltaba. Su respiración se volvió irregular, entrecortada y demasiado rápida.

No fue hasta que vi la sangre que me di cuenta de lo grave que era.

Una fina línea roja bajaba por el cuello de Réen, escapando de donde sus uñas se clavaban con furia. Mamá trataba de apartarle la mano, pero él la empujaba sin querer, como si estuviera atrapado en otra realidad.

—¡Hijo, suéltate! ¡Te vas a hacer daño! —gritaba mamá, con la voz rota.

—¡Reen! —intervino Guillermo, sujetándole la muñeca con fuerza, intentando despegarle los dedos de la piel—. ¡Mírame! ¡Ya no estás ahí, escúchame!

Pero sus ojos no lo miraban. Estaban perdidos.

—¡No, no, no, no! —balbuceaba Réen, respirando a bocanadas, la mandíbula apretada—. ¡No otra vez, no quiero, no quiero!

—¡Está teniendo un ataque de pánico! —exclamó la tía Laura, llevándose las manos a la boca—. ¡Dios mío!

Los abuelos se acercaron de inmediato. El abuelo Matías, que rara vez mostraba miedo, tenía el rostro desencajado.

—¡Sujétenlo, va a lastimarse! —ordenó con voz temblorosa.

Entre Guillermo y yo logramos aflojarle una de las manos, pero la otra seguía clavada en su cuello. Mamá lloraba mientras intentaba sostenerle la cara.

—¡Réen, eres mi hijo, mírame, por favor! ¡No estás solo, ya pasó!

Él temblaba, los labios murmuraban cosas que apenas entendíamos:

—…eran niños… niños, yo… no quería… ellos gritaban… sangre, frío… ¡no, no más, no más!

—¡Está delirando! —dijo Iván, poniéndose de pie, nervioso—. ¡Hay que hacer algo!

—¡Cállate y ayuda! —le respondió Guillermo, furioso, manteniendo el brazo de Réen abajo—. ¡No necesita más ruido!

Yo lo sujeté del otro lado, mis manos temblaban pero no lo solté.

—Hermano, soy yo, Alan —le susurré, acercándome a su oído—. Aquí no hay soldados, no hay perros, no hay armas. Solo nosotros. Eres libre, ¿me escuchas? Libre.

Pero él seguía atrapado.

—¡Me obligan, siempre me obligan! —gritó, ahogado en sollozos, su cuerpo forcejeando—. ¡Yo no… yo no quería, yo…!

De repente se arqueó, como si algo invisible lo estrangulara, y chilló:

—¡No más, por favor! ¡Mátenme ya!

Ese grito rompió a todos. Emilia se cubrió la boca llorando, los niños empezaron a sollozar y la abuela Agnes apenas podía mantenerse en pie.

—¡Basta, cariño, basta! —suplicaba mamá, acariciándole el rostro mientras las lágrimas le caían—. ¡No te vamos a perder, no ahora, no aquí!

Finalmente, Guillermo consiguió liberar la otra mano. Una de las uñas estaba ensangrentada, el cuello marcado de rojo. Yo sentí que el corazón se me iba a salir del pecho.

—¡Respira, soldado! —le ordenó Guillermo, pegando su frente a la de Réen—. ¡Inhala conmigo, ahora!

—¡No puedo, no puedo, no puedo…! —jadeaba Réen, los ojos desorbitados.

—¡Sí puedes! —rugió Guillermo—. ¡Uno! ¡Respira conmigo!

Lo obligó a seguir el ritmo, sosteniéndole firme. Yo puse mi mano sobre el pecho de mi hermano, notando cómo latía a mil por hora.

—Aquí, conmigo —dije entre sollozos—. Eres fuerte, lo eres. ¡Vuelve, Réen, vuelve!

Entre todos, poco a poco, su respiración fue aflojando. Seguía temblando, seguía con lágrimas, pero ya no gritaba.

Se dejó caer en los brazos de mamá, exhausto, murmurando incoherencias:

—…no quería… no quería ser… ya no… déjenme…

Mamá lo abrazó como si quisiera envolverlo todo con su cuerpo.

—Shhh, ya estás en casa, mi amor. Aquí no hay castigos, aquí nadie te obliga a nada. Solo nosotros, tu familia.

Yo miré alrededor. Nunca había visto a la familia así: primos, tíos, abuelos, todos en silencio, algunos llorando, otros petrificados, pero con la misma mirada: la de haber presenciado cómo alguien a quien amaban se rompía frente a ellos.

****

MIRANDA.

Lo tenía entre mis brazos, temblando, sus lágrimas empapando mi suéter. Apenas podía sostener su peso, pero no me importaba. Sentir su cuerpo pegado al mío, tan frágil, me rompía por dentro. Era la segunda vez que lo veía llorar, pero la primera vez que pasaba algo así… algo que me hacía temer por su mente, por todo lo que había vivido.

—Shhh… shhh… ya está, mi amor —le susurré, pasando mis dedos por su cabello corto, ahora tan diferente al que tenía antes—. No pasó nada, ya estás a salvo.

—No… no debía… no pude… ellos… ellos… me miraban —balbuceaba entre sollozos, su voz temblando, incomprensible a ratos—. Yo… yo hice cosas… cosas malas… no debía…

Lo abracé más fuerte, tratando de que sintiera que no estaba solo, que todo lo que hiciera aquí no sería castigado.

—Shhh… escúchame, cariño. Nada de eso importa ahora. No hiciste nada malo aquí, solo sobreviviste —le decía, intentando que mis palabras fueran un ancla en su mente—. Estamos contigo, todos nosotros.

—Pero… ellos… los niños… yo… los lastimé… —susurraba, entrecortado, su respiración aún rápida—. No quería, mamá, yo… yo no podía…

—No, mi amor, no podías —respondí, mi voz quebrada por la emoción—. Hiciste lo que tuviste que hacer para sobrevivir. Y lo hiciste bien… sobrellevaste lo imposible.

—No… no debería estar aquí… —su boca se torcía, con lágrimas cayendo sin control—. Si no hubiera escapado… si hubiera… muerto… todo… sería diferente…

—¡No digas eso! —intervine con firmeza, apretando su espalda—. Nada de eso importa ya. No estás solo. Estamos aquí. Te amamos, y eso no cambiará nunca.

Se acurrucó más, su rostro enterrado en mi cuello, y sus manos temblaban sobre mi espalda. Sus palabras salían entre sollozos, incoherentes, pero cargadas de culpa:

—…no debía sobrevivir… ellos… todos… por mi culpa… no quería… pero no podía… no quería…

Suspiré profundamente, tratando de calmar mi propio corazón roto. Lo único que podía hacer era sostenerlo, hablarle despacio, repetirle que no tenía culpa.

—Escúchame, Réen. Nada de eso fue tu culpa. Ninguna de las cosas que hicieron contigo… ni lo que te obligaron a hacer… fue culpa tuya. Tú solo hiciste lo que necesitabas para vivir. Y sobreviviste. Y ahora estás aquí. Con nosotros.

Se movió un poco, abrazándome con más fuerza, como si quisiera que el mundo entero desapareciera, como si solo nosotros existiéramos en ese momento.

—Pero… mamá… ellos… si yo… si no… no quería… no debía… —susurraba, y su voz se quebraba constantemente.

—Shhh, ya basta, mi amor —dije, rozando sus labios con la frente—. Ya no hay nadie afuera que pueda hacerte daño. Ya no estás solo. Nadie más decidirá por ti. Estamos aquí, y eso es todo lo que importa.

Guillermo y Alan estaban cerca, vigilando, atentos a cualquier movimiento, pero sin interponerse. Sus ojos me miraban como diciendo "está bien, mamá sabe cómo manejarlo". Yo solo podía mantener a Réen entre mis brazos, sus manos temblorosas sobre mi espalda, sus sollozos mezclándose con palabras incoherentes y culpa que no le pertenecía.

—Te amo, mi amor… —susurré—. Nada de esto fue tu culpa. Nada de esto. Lo hiciste lo mejor que pudiste. Y eso basta.

Él gimió, aferrándose más fuerte, y sentí cómo por fin, lentamente, su respiración comenzó a regularse, aunque sus lágrimas no cesaban del todo.

—Mamá… no… no soy bueno… —murmuraba, y yo le acaricié la cabeza suavemente, besándole la frente—. Sí lo eres, mi amor. Eres increíblemente fuerte. Muy fuerte. Y estás vivo. Eso es lo que importa.

Lo abracé más fuerte, sintiendo cómo poco a poco el pánico empezaba a ceder, mientras en mi mente repetía: "Ya pasó, ya está a salvo… ya pasó, ya está a salvo…"

Sentí cómo las uñas de Réen se clavaban en mi suéter y mi ropa, su fuerza era tan intensa que apenas podía sostenerlo. Lo dejé moverse un poco, tratando de no lastimarlo más, pero mi corazón latía con fuerza.

—Shhh… Réen, mi amor… calma… —susurraba, con la voz temblorosa, intentando sostenerlo, mientras sus lágrimas caían sobre mi pecho.

De repente, Guillermo suspiró con frustración y levantó la mano, golpeando la nuca de Réen con un movimiento rápido y firme. Un gemido de dolor escapó de su boca, y el cuerpo de Réen se desplomó sobre mí.

—¡¿Qué hiciste?! —grité, con el miedo y la sorpresa apoderándose de mí—. ¡¿Qué le hiciste, Guillermo?!

—Lo noqueé —dijo Guillermo con voz grave, sujetándolo para que no se moviera—. No es la primera vez que tengo que hacerlo, pero tampoco voy a permitir que siga así y se lastime.

—¡No puedes hacerle eso! —protesté, entre lágrimas—. ¡Está en un ataque de pánico!

Alan se acercó rápidamente, poniendo una mano firme sobre mi hombro para calmarme.

—Mamá, entiende —dijo con voz firme pero tranquila—. Guillermo lo conoce más que nadie aquí. Sabe lo que hace y por qué lo hace. No es un ataque ni un castigo, es la forma en que puede salvarlo de sí mismo en estos momentos.

Lo miré con desconfianza, todavía temblando, mientras Alan continuaba:

—Réen confía en Guillermo más que en cualquier otra persona en esta sala ahora mismo. Si alguien puede manejarlo y protegerlo, ese es él. Lo ha acompañado todo este último año, y lo ha cuidado en situaciones mucho peores de las que estamos viendo aquí.

Guillermo ajustó su agarre para mantener a Réen seguro, y aunque su método era brusco, había un cuidado silencioso en cada movimiento—sabía exactamente cómo protegerlo.

—Va a despertar pronto —dijo Guillermo—. Solo déjenlo descansar unos minutos. Después de esto, podremos hablar con él, lento, con calma, y asegurarnos de que se sienta seguro otra vez.

Miré a Alan, quien me ofreció una sonrisa tranquilizadora—la firmeza en su voz y su postura me hicieron comprender que, aunque no me gustara, Guillermo tenía razón: Réen necesitaba este control ahora mismo, alguien que realmente supiera cómo manejarlo.

—Está bien… —susurré, aún temblando—. Pero por favor… no quiero que pase por esto otra vez.

—No lo hará —dijo Alan, firme—. No mientras Guillermo esté aquí.

Sentí cómo la tensión en la sala empezaba a ceder, y aunque mi corazón seguía acelerado, pude empezar a respirar mejor, confiando en que Réen estaba, por fin, seguro entre manos que lo conocían y lo cuidaban de verdad.

More Chapters