Cherreads

En esta vida , también me amarás

CalebYY
7
chs / week
The average realized release rate over the past 30 days is 7 chs / week.
--
NOT RATINGS
116
Views
Synopsis
Él la amó con devoción absoluta, con un corazón que solo latía por ella. Ella… también lo amaba, pero nunca lo dijo. Siempre creyó que lo tenía en la palma de su mano, que su devoción sería suficiente… pero el orgullo y el miedo la consumieron. Su amor era oscuro, silencioso, absoluto. Y cuando lo perdió… eligió morir. Pero la muerte no pudo contenerla. Renació en otro mundo, con la misma pasión clavada en su pecho y una obsesión que había crecido más allá de la razón. Esta vez no esperará, no dudará, y no permitirá que nada ni nadie se interponga. Cada mirada, cada suspiro, cada instante que él respire será suyo… aunque deba romperlo, dominarlo o poseerlo completamente. Porque en esta vida, Leina no solo quiere su amor… quiere su corazón, su alma, su vida entera. Y si la pasión debe convertirse en una cadena, en un fuego imposible de apagar… entonces que arda, y que él no pueda escapar de ella.
VIEW MORE

Chapter 1 - cap 1 Promesa

---

Me trajiste un documento… una solicitud de divorcio.

Te mirabas, triste, con esos ojos negros… brillantes, llenos de un vacío que dolía.

—¿Por qué?

—¿Por qué estás haciendo esto?

¡No comprendo!

Te observaba en silencio, sin palabras, preguntándome qué había ocurrido.

Estábamos tan bien… ¿qué pasó?

Siempre me esperabas en casa con una sonrisa, después de que yo llegara del trabajo.

¿Te sentiste solo? Creí que todo estaba bien. Justo ayer comíamos con los niños…

Tenemos tres hijos, justo como querías.

Te vi dándoles amor, mirándolos con una felicidad tan marcada…

No amo a esos niños,

pero si comparten algo tuyo,

los tolero.

Te veías tan feliz… ¿qué hice mal? ¿qué pasó?

No pude articular ninguna palabra.

Te marchaste sin mirar atrás,

junto a tu abrigo café,

y tu cabello negro brillando en la luz de la habitación.

Mi cabeza volvió en sí.

Me levanté, desesperada, corriendo:

—¿Dónde estás? ¡Merclet!

Los niños lloraban, gritando:

—¡Mamá… mamá… y papá?

Solo los miré, indiferente. Yo solo quería encontrarte.

Ezclet.

Estabas con tus maletas, esperando un taxi afuera de nuestra casa.

Alejé a los niños y cerré la puerta en sus rostro, corriendo hacia ti.

Nevaba con fuerza.

—¿Por qué me dejas? —grité— ¿Por qué lo haces?

—¿Tú… me amas? —preguntaste.

—¿Qué?

El hombre del taxi gritó:

—¡Carajo! ¿Se subirá o no?

Le tiré dinero.

—No se irá. —¡Lárguese!

El taxi arrancó y tú me miraste.

—No comprendo… ¿por qué estás aquí, desesperada? ¿Por qué vienes a mí? ¡POR QUÉ LO HACES!

—¿Cómo que por qué? —le dije.

Apretaste los labios, brillando aún con la nevada, y dudando dijiste:

—Estamos juntos desde niños.

Siempre te seguí. Te admiraba… te amaba.

Cuando te pregunté si querías ser mi pareja, aceptaste.

Y yo me sentí tan feliz…

Pero era como si a un perro le dieran un premio.

Cuando dijiste que nos casáramos,

sentí que podía morir de felicidad en ese instante…

pero tus ojos estaban vacíos.

"Esta persona no me ama", pensé.

Pero no me importó.

Leina… no me importó.

De verdad, si solo una vez

me hubieras dicho "te amo"…

aunque fuera mentira…

Hubiera luchado aún más,

porque no me importaría si no me amas.

Yo podía amar por los dos… pensé.

Pero no pude soportar aquella carga…

—Pues… no dijiste ni siquiera esa mentira —susurraste—.

Me miraste con lágrimas brotando,

cansado, con los ojos vacíos.

_Agrandé mis ojos, con el aire escapando, mientras te escuchaba.

__Siempre sentí la distancia entre nosotros.

Me arrodillaba ante ti, esperando tu cariño.

Pensé que cuando naciera nuestro hijo,

cambiarías un poco… pero no.

Ellos tampoco son queridos… igual que yo.

—No te preocupes.

Volveré por ellos mañana.

—Ezclet… YO TE AMO.

Te detuviste.

Giraste apenas el rostro hacia mí, nevando entre nosotros,

el vapor de tu respiración temblando en el aire frío.

Me miraste.

Tus ojos, negros y cansados,

brillaron solo por un instante.

Y respondiste, con una voz tan rota que apenas sonaba humana:

—Ya es tarde… para esa mentira, cariño.

Caí al suelo.

Pero ayer… ayer estaba todo bien.

Mi corazón latía con fuerza, parecía romperme el pecho,

y me faltaba el aire.

Me levanté de golpe.

Tú amas a los niños.

Los niños… pensé eso mientras la locura me apretaba la garganta.

Abrí la puerta.

Estaban llorando.

Sus caras rojas, hinchadas, temblando.

—¡Papá… papá nos quiere dejar!

No podemos dejar que suceda…ninos .

Los miré.

Y de pronto empezaron a gritar:

—¡¡Papá!! ¡¡Papá, no!!

¡No te vayas!

¡Quédate con nosotros!

¡Por favor!

Sus pequeños brazos se estiraban hacia ti, como si el aire mismo pudiera retenerte.

Corrí aún más, cruzando la calle que nos separaba.

Caí fuerte.

El mundo giró.

Y tú… venías hacia mí.

Vi una esperanza.

Una pequeña luz enferma de poder atraparte otra vez,

de golpear tu lástima y tu empatía.

Mi rodilla…

Cuando te acercaste,

con mis uñas abrí la herida aún más,

metí los dedos en la carne viva

para que la sangre brotara.

—¿Estás bien? ¿Estás bien? —me preguntaste.

Vi tu sudor cayendo,

y las marcas de lágrimas secas en tu rostro.

—No puedo… levantarme —exclamé, jadeando—.

Por favor… no nos dejes…

Te sorprendiste.

Ya lo tenía.

Solo debía apretar un poco más tu corazón.

Lloré.

__Tal vez por mi personalidad, mi carácter,

mi temperamento…

no te sentiste bien a mi lado.

Pero por favor…

te pido perdón…

—Yo te amo —dije rompiéndome—.

Te amo demasiado.

Los niños te aman.

Quiero que estemos unidos…

Somos una familia…

Te sorprendió ver mis lágrimas.

Estando agachada frente a mis rodillas heridas,

tomé tu mentón y te obligué a mirarme.

—De verdad… yo te amo.

Tus ojos,

con lágrimas cristalizadas,

temblaron.

Mientras bajabas la mirada,

tus pestañas largas se humedecían.

Los niños llegaron corriendo.

—¡Mamá está herida! ¡Nooo…! —gritaron.

El mayor se lanzó a tus brazos.

—Papá… mamá te necesita…

No nos dejes, por favor… papá… —sollozó.

En mi mente solo existía un pensamiento oscuro:

de algo me sirven estos niños.

Por favor, cambia de opinión…

por favor…

—¿De verdad me amas? —me preguntaste, con la voz rota.

—Sí… siempre te he amado —susurré.

Y besé tu frente.

Cuando mis labios tocaron tu frente,

cerraste los ojos con fuerza,

como si ese gesto fuera un golpe directo a tu alma.

Tu respiración tembló.

Tus hombros también.

Y entonces lo escuché.

Un sollozo.

Pequeño, contenido…

uno de esos que siempre ocultabas

para no verte vulnerable.

Te llevaste una mano al rostro,

presionando tus ojos.

Tu pecho subía y bajaba en espasmos suaves.

Y luego…

como si algo dentro de ti finalmente se rompiera,

me abrazaste.

No fue un abrazo cálido.

Fue un abrazo desesperado,

doloroso,

como si temieras que si me soltabas

desaparecería algo más importante que tú mismo.

Sentí tu fuerza envolviéndome,

tu cuerpo temblando,

tu dolor pegándose al mío.

Los niños se aferraron a tu ropa,

rodeándonos a los dos.

—No sé… —murmuraste contra mi cuello—.

No sé qué hacer, Leina…

No sé qué sentir…

Solo sé que estoy cansado…

Tu voz se quebró en mi oreja.

Yo te apreté más fuerte.

Te retuve como si fuera mi última función en este mundo.

—Estamos aquí…

estamos contigo —susurré—.

No tienes por qué cargar solo.

Hundiste la frente en mi hombro.

Tus lágrimas mojaron mi piel.

—Yo…

yo no quería que esto terminara así —confesaste, jadeando—.

No quería hacerte daño…

ni a ellos…

Lo sentí rendirse un poco.

Un hilo.

Una fractura que podría unirnos de nuevo.

—Vuelve a casa —dije suavemente—.

Solo… vuelve.

Cerraste los ojos, temblando.

Me cargaste en tus brazos

y cruzamos la calle.

Al llegar, abriste nuevamente la puerta.

—¿Qué haces? —grité, asustada.

—Debo recoger las maletas —respondiste.

—No… no lo hagas —susurré con tristeza.

No podía permitir que te marcharas en ese momento.

Era demasiado importante.

Demasiado frágil.

—Podemos decirle a Luis… —el portero— que las traiga después.

Además, los niños están empapados.

Como si el destino quisiera ayudarme,

Michel estornudó.

Luego Lalet…

y Zuzuley.

Bien, pensé.

El frío sería mi aliado.

Entonces hice un sonido de dolor,

fingido,

por mis rodillas.

Te giraste rápidamente,

mirándome con tristeza.

—Perdón… por mi culpa… —exclamaste, tocándote la frente,

como si fueras tú quien había cometido un crimen.

—Niños, por favor… quítense la ropa mojada —dijiste con voz suave.

Fui hacia la tina y abrí la llave.

El agua caliente llenó la habitación con un vapor tenue.

Volviste cargando un botiquín.

Lo apoyaste junto a mí,

te arrodillaste

y tomaste mis rodillas ensangrentadas con cuidado,

como si tocaras algo sagrado,

o algo frágil que podía romperse en cualquier segundo.

Tus manos temblaban.

Los niños, medio desnudos,

nos miraban en silencio,

como si supieran que esa noche

podría decidir el destino de la familia.

Te miré.

Y sin pensarlo… besé tus labios.

Te quedaste quieto unos segundos,

y luego me abrazaste

como un niño pequeño

que finalmente encuentra consuelo.

—Todos estos años… ¿te sentiste así por mi causa? —susurré—.

Déjame revertir todo… déjame repararlo.

Temblaste.

Y luego, sonriendo entre lágrimas, dijiste:

—Está bien…

Estaremos siempre juntos.

Los niños rieron, felices,

y lanzaron las toallas al aire,

corriendo hacia nosotros.

Saltaron al sofá donde estábamos.

—¡Esperen, chicos! —dijiste riendo.

Tu risa… tan viva.

Nos abrazamos fuerte,

como si ese momento pudiera salvarlo todo.

—Papá, ¿podemos dormir todos juntos hoy?

Por favor…

Me miraste, esperando mi respuesta,

como siempre lo hacías antes…

Y ahí supe

que ya te tenía nuevamente en mis manos.

—Claro —les sonreí.

Dormimos tapados, abrazados.

Cantaste una canción suave,

y me sentí relajada,

Al escuchar tu voz

A la mañana siguiente,

no había nadie a mi lado.

Me levanté sobresaltada

y vi una nota en la mesa:

"Cariño, llevé a Michael y Lalet al colegio.

También a Zulezuley.

Quiere una muñeca.

Te amo. Volveré a casa en 2 horas."

Sonreí.

Me alisté para trabajar.

Pero empezó a tardar demasiado.

Tres horas… cuatro…

La televisión estaba encendida:

"Accidente en carretera.

Camión se desvía y choca,

dejando toda su carga esparcida.

Escena devastadora.

Muertos confirmados: 18."

Me quedé paralizada.

—¿Qué…?

Mi mente se vació.

Recé.

Nunca lo hacía.

—Por favor… por favor… que no sea él… no… no…

El teléfono sonó.

Temblé al contestar.

—Disculpe… usted figura como número de emergencia de este celular.

Mi corazón dejó de latir.

—Su esposo es… —dijo su voz, fría, como si fuera un dato sin valor.

—Lo siento… pero su esposo falleció.

El mundo se quebró.

—Los niños también.

Sentí que el aire me abandonaba.

Un hueco, un vacío.

Un grito mudo en mi garganta.

—Sabemos que es una gran pérdida… —siguió la voz, pero ya no podía escuchar.

—Por favor… venga.

Corrí a encender el auto.

Las llaves temblaban en mi mano.

No recuerdo cómo manejé… solo recuerdo llegar.

Un hombre salió a recibirme.

—Lo… lo siento, señora —dijo, bajando la mirada—.

Esto será muy duro de ver.

Al parecer, su esposo estaba en la tercera fila de la carretera.

Según me informaron… está irreconocible.

Debe ser fuerte.

Respiró hondo antes de continuar:

—Y los niños…

lo lamento tanto… sé que eso es aún más duro…

—Quiero ver a mi esposo —lo interrumpí.

Mi voz se quebró, pero aun así salió firme.

El doctor asintió.

—Está bien, señora… pero… prepárese.

Mis piernas temblaban mientras caminaba.

Cada paso era como atravesar un pantano helado.

Quería verlo.

Tenía que verlo.

Necesitaba que todo eso fuera una pesadilla.

—Sé que es duro —dijo él detrás de mí—.

El cuerpo está… irreconocible.

Irreconocible.

Esa palabra me atravesó el pecho.

¿Irreconocible?

No.

No, no, no…

Me acerqué a la camilla donde estaba esa… carne amoratada,

hinchada, retorcida.

Mi respiración se quebró.

—No… no lo estás, amor…

no lo estás… —susurré, suplicando que todo fuera mentira.

Suplicando una mentira, extendí la mano y acaricié su carne fría.

Mi cabeza dolía como si se abriera en mil pedazos.

—Me prometiste… —susurré entre sollozos—.

Me prometiste que estaríamos juntos…

¡Lo hiciste!

Pero la realidad estaba allí, helada, inmóvil,

y nada de mis súplicas podía cambiarlo.

Cada latido que sentía en mí era un golpe de vacío.

El silencio de la habitación se volvió ensordecedor.

El frío de su cuerpo se incrustó en mi alma.

—No… no puede ser… —gemí, presionando mi rostro contra su pecho sin vida,

como si mi amor pudiera insuflarle un último aliento.

—Señora… ahora, por favor, venga a ver a los niños —dijo el hombre con voz apagada, mirándome con lástima.

Nopodía importarme.

—No me interesa —dije.

Ninguno estaba vivo. ¿De qué me sirven?

Por lo menos si uno estuviera vivo, tendría una parte de Ezclet junto a mí

___Solo quiero estar con mi esposo.

Por favor… váyase.

El hombre me miró, sorprendido por la frialdad en mi tono,

intentando transmitirme algo de consuelo,

pero comprendió que nada de eso me alcanzaría.

Mi mundo se reducía a él.

A su cuerpo frío, inmóvil, frente a mí.

Todo lo demás… los niños, la vida… había desaparecido.

Toqué sus dedos grandes y finos,

mientras buscaba aquel rostro feliz,

pero solo era una carne destrozada,

junto con el abdomen,

junto con mi corazón.

Solo lo miraba sin creerlo aún más.

Rasgué mis brazos pensando que podía despertar.

Pero no fue así.

Algunas personas entraban,

para firmas y trámites,

y yo… ya no entendía mi existencia.

Vi las mesas. Alrededor, los utensilios que habían tocado a mi esposo.

—Sabes, yo no puedo seguir si tú no estás.

Dirigí la mirada al bisturí.

Corté mis venas,

juntando mi sangre a tu carne fría,

mientras mis lágrimas reales salían.

De rodillas ante ti, la sangre caía sin parar.

Hasta que ya no escuché el goteo.

Abrí los ojos.

El sol golpeaba fuerte.

Varias mujeres me rodeaban, vestidas con trajes de sirvienta, moviéndose con silencio casi ritual.

Frente a mí, un hombre sostenía un libro. Su vestimenta blanca brillaba, pura, y su cabello rubio platino caía resplandeciente.

Joyas doradas adornaban sus tobillos, tintineando suavemente con cada movimiento.

Delante, un lago se extendía sereno. Cisnes deslizaban su cuerpo elegante sobre el agua, dejando ondas que brillaban con la luz.

Mis ojos iban de un lugar a otro, sin entender nada.

Mis manos… no eran las mismas. Pequeñas, delicadas, diferentes. Mi cuerpo también había cambiado.

El vestido que llevaba estaba adornado con flores y bordados dorados. Hermosos

Levanté el rostro.

—¿Dónde estoy?