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I am in a Taoist World

DaoistAmr
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Synopsis
Aethel is not seeking immortality. After awakening in a world of cultivators and ancient sects, his only desire was to leave behind the noise of his past life on Earth to embrace the simplicity of a forgotten valley, serenely accepting his mortal state. For four years, his only war has been against poor harvests, the mud, and the inevitable passage of time. However, the world does not seem willing to leave him in peace. In a realm where powerful individuals practice all kinds of arts and cultivate energies in a thousand forms, Aethel has begun to emit a signature of his own. His heart now beats with the heavy rhythm of the mountains, and his soul grows denser with every sunset. Unknowingly, he has become an anomaly: a discordant note challenging the very harmony of the Tao. When a powerful cultivator descends from the heavens, she finds in this humble farmer a mystery that escapes all logic. Aethel possesses neither Qi nor spiritual roots, yet his nature is so singular that, in the eyes of experts, he can only be one thing: a "Fallen One," the living echo of someone who once achieved total separation from the world. In a universe where every shred of different power is studied, claimed, or refined, Aethel must learn to protect his small portion of peace... or allow the density he holds at his core to rewrite the laws of existence.
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Chapter 1 - Capítulo 1: El Flujo Lento del Tiempo

El tiempo en el valle no se medía en años, sino en ciclos de siembra y en la profundidad de las arrugas en las manos. Para Aethel, el cambio de un mundo de asfalto y ruido a este rincón de tierra y silencio fue, al principio, una neblina de confusión que se disipó bajo el sol implacable.

Despertó a los trece años en una pequeña choza de madera y piedra, con el olor a humo de leña y hierbas secas impregnado en las paredes. No había lujos, pero tampoco la desesperación absoluta de los campos de guerra. Su abuelo, un hombre de pocas palabras y piel como el pergamino viejo, lo recibió con un cuenco de gachas calientes y una mirada que no hacía preguntas.

—Has dormido mucho, muchacho —fue todo lo que dijo el viejo.

Durante los siguientes tres años, Aethel vivió a la sombra del anciano. Aprendió a leer el cielo para predecir la lluvia, a preparar la tierra con un buey que parecía tan viejo como el mundo y a valorar el silencio. A menudo, mientras reparaban una cerca o limpiaban el grano, Aethel se perdía en sus propios pensamientos. Sus recuerdos de la Tierra seguían allí, pero se sentían como una novela que había leído hace mucho tiempo; la realidad ahora era el peso del azadón y el frío de la mañana en sus articulaciones.

Su abuelo murió poco después de que Aethel cumpliera los dieciséis. No hubo drama ni tragedia; el anciano simplemente no se levantó una mañana de otoño. Aethel lo enterró bajo el gran sauce detrás de la cabaña, marcó el lugar con una piedra lisa del río y regresó a la casa. La soledad no le pesó de inmediato; más bien, se asentó sobre él como una manta vieja. Estaba tranquilo. Tenía comida suficiente en la despensa, un techo que no goteaba y la perspectiva de una vida larga y predecible. Podría haber envejecido allí, convirtiéndose él mismo en un viejo de piedra, hasta que la tierra lo reclamara.

Sin embargo, al cumplir los diecisiete, la naturaleza de su existencia decidió cambiar.

Aquel día comenzó como cualquier otro. El frío del amanecer se filtraba por las rendijas de la puerta, trayendo consigo el olor a pino y tierra mojada. Aethel se levantó de su jergón, sintiendo el crujido familiar de sus articulaciones. Se tomó su tiempo para avivar las brasas del fogón y calentar un poco de agua. Había algo profundamente meditativo en sus movimientos; cuatro años de vida campesina habían limado los bordes de su antigua impaciencia de hombre moderno. Ya no corría hacia ninguna parte. En este mundo, el tiempo no era algo que se ganaba, sino algo que se habitaba.

Pasó la mañana en el huerto, quitando malas hierbas y revisando las vides que su abuelo había plantado hacía décadas. El sol subió lentamente, bañando el valle con una luz dorada y pesada. Aethel se detuvo un momento, apoyándose en el mango del azadón, y miró hacia el horizonte. Más allá de las montañas, decían que el mundo estaba en llamas, que los emperadores caían y que las sectas de cultivadores se arrancaban el corazón por un trozo de piedra espiritual. Pero allí, en su pequeña parcela, la única guerra era contra los pájaros que intentaban robarse las semillas.

Fue al caer la noche cuando el velo se rasgó.

Aethel se acostó temprano, arrullado por el sonido del viento entre las ramas del sauce donde descansaba su abuelo. Pero el sueño que lo reclamó no fue un descanso, sino una inmersión.

Se encontró en una extensión que desafiaba toda descripción. No era un lugar, sino una condición. Una oscuridad absoluta, pero dotada de una densidad que hacía que el vacío de la Tierra pareciera aire ligero. No podía ver sus manos, pero podía sentir su espíritu. No había luz, ni estrellas, ni sonido; solo una corriente. Una marea invisible y vasta que lo arrastraba con una suavidad aterradora hacia un centro que no tenía coordenadas.

A medida que era llevado por el flujo, Aethel sintió una transformación que le heló la esencia. Su identidad —el hombre de la Tierra, el nieto del campesino, el joven de diecisiete años— empezó a deshilacharse. No era doloroso en el sentido físico, sino existencial. Era como si cada recuerdo, cada átomo de su voluntad y cada brizna de su conciencia se convirtiera en un hilo de seda infinitamente fino. Esos hilos se estiraban y vibraban, siendo atraídos irresistiblemente hacia un punto de colapso absoluto.

Sintió la inmensidad de esa fuerza. Una oscuridad que devoraba la noción misma de "ser" para convertirla en algo mas simple. No logro recordar lo siguiente porque desapareció junto con todo.

Me desperté con el cuerpo como si me hubieran apaleado mientras dormía. Ese sueño... fue como caer por un agujero sin fondo hasta que no quedó nada de mí. Pero las pesadillas no quitan el hambre. Me quedé un momento sentado en el borde de la cama, esperando a que el mareo pasara. El corazón me iba lento, supongo que por el frío de la madrugada. No importa. Si me quedo aquí escuchando mis propios latidos, las cabras no se van a ordeñar solas.

Aethel se puso en pie con un esfuerzo que atribuyó a la humedad del valle que empezaba a calar en sus huesos. No se detuvo a pensar en por qué la madera de la cabaña parecía quejarse más bajo su peso, ni por qué sus manos, al rozar la mesa de piedra, se sentían más firmes, más densas. Para él, el cuerpo era una herramienta, y las herramientas a veces cambian con el uso.

Pasó la primera semana después del sueño ocupado en reparar el tejado del cobertizo. Era un trabajo monótono: subir, asegurar las vigas, colocar la paja nueva.

He notado que ya no me canso como antes. Quizás es que finalmente me he acostumbrado al trabajo duro después de cuatro años. El sol sube y baja, y yo sigo aquí arriba. A veces me olvido de comer hasta que el estómago me da un aviso serio. El tiempo parece escaparse entre los dedos; me pongo a trabajar por la mañana y, cuando me doy cuenta, ya es hora de encender la lámpara. Supongo que cuando uno está solo, las horas pesan menos.

En el pueblo, a una hora de camino, la vida seguía su curso lento y polvoriento. Aethel bajaba una vez cada dos semanas para intercambiar un poco de lana o verduras por sal y aceite. Los aldeanos lo saludaban con la cabeza, notando que el nieto del viejo se había vuelto un joven callado y robusto. Nadie veía átomos, nadie veía núcleos espirituales. Solo veían a un campesino que se estaba volviendo tan silencioso como las montañas que lo rodeaban.

Hoy en el mercado el carnicero intentó timarme con el peso de la sal. En otro momento me habría molestado, pero me quedé allí mirándolo y, por alguna razón, él bajó la cabeza y me dio lo justo sin decir palabra. La gente está rara. Me miran como si esperaran que dijera algo importante. Yo solo quiero mi sal. He vuelto a casa antes de que empezara a llover. El cielo está gris, de ese gris que promete una semana de agua. Mejor así, me dará tiempo a organizar las semillas en el sótano.

Lo que Aethel ignoraba, mientras se concentraba en la textura del cuero de sus botas o en el sabor del pan rancio, era que su presencia estaba empezando a "anclar" el valle. No era algo que él pudiera ver. No podía notar que el flujo del Qi —esa energía que los cultivadores buscan como locos— evitaba su cabaña o se arremolinaba lentamente a su alrededor, atrapado por la gravedad invisible de su alma.

Para él, la vida era simplemente el presente.

Semanas después, el evento que realmente rompería su paz no vino desde su interior, sino desde el sendero del bosque.

Aethel estaba agachado cerca del arroyo, tratando de limpiar una obstrucción de ramas y lodo que impedía que el agua llegara bien a su pequeño canal de riego. Tenía los brazos hundidos hasta los codos en el agua fría.

Esta rama está encajada de una forma imposible. He tenido que tirar con fuerza, y por un momento me ha parecido que el suelo bajo mis pies cedía, como si fuera demasiado pesado para la orilla del arroyo. Tonterías. Debo estar perdiendo equilibrio. Casi he terminado cuando he sentido un escalofrío. No es el frío del agua. Es como si el aire se hubiera vuelto de repente demasiado limpio, demasiado puro. He levantado la vista esperando ver a algún animal, pero lo que he visto no tiene sentido en este valle.

A unos metros de él, en la orilla opuesta, una mujer lo observaba.

No parecía una habitante de este mundo crudo. Su piel era perfecta, sin una sola mancha de sol o cicatriz de trabajo, y su ropa, de un color que Aethel solo recordaba de los museos de su otra vida, parecía brillar con luz propia. Ella no hablaba. Solo lo miraba con una intensidad que parecía querer atravesar su carne y llegar a sus huesos.

Aethel se limitó a secarse las manos en los pantalones de lino basto y se puso en pie, sintiendo la molestia de ser interrumpido en su tarea.

Aethel se quedó paralizado en su lugar; si fuera una persona mortal cualquiera de este mundo, probablemente habría pensado que estaba alucinado o que había tenido una visión de una diosa.

Por la ropa y esa cara de "no he roto un plato en mi vida", tiene que ser una cultivadora. Se supone que son como dioses.

El corazón de Aethel se aprieta un poco, sintiendo la tensión.

La cultivadora no se movió. Su mirada seguía fija en Aethel, pero ya no era una mirada de inspección, sino de absoluto desconcierto.

—La corriente es fuerte hoy —dijo ella. Su voz no era poderosa, sino clara como el cristal, vibrando con una armonía que hizo que Aethel se sintiera extrañamente consciente de su propia suciedad—. Has trabajado duro, joven.

Aethel parpadeó, sorprendido por la normalidad de sus palabras. Se terminó de secar las manos con un gesto brusco.

Es extraño. Debería estar temblando, o quizás de rodillas como dicen las historias que hay que hacer ante estas personas.

A pesar de que hoy se había encontrado con lo que otros consideran un dios en la Tierra, no se sintió tan perturbado como pensaba; sentía una gran paz en su corazón, aunque no sabía por qué. ¿Quizás era la aura de la mujer lo que lo tranquilizaba?

—Solo hago lo que hay que hacer —respondió Aethel, tratando de que su voz no sonara tan tosca como sus manos—. Si ha venido por el camino del norte, se habrá dado cuenta de que no hay mucho que ver por aquí. Solo piedras y barro.

La mujer dejó escapar una pequeña sonrisa, una que no llegó del todo a sus ojos.

—A veces, lo que parece piedra es oro, y lo que parece barro es el cimiento de algo más grande —comentó ella, cruzando el arroyo con un paso tan ligero que apenas pareció rozar la superficie del agua. Se detuvo a dos metros de él—. He caminado mucho tiempo, me invitarias a tu casa.

Aethel miro confundido por un segundo, si entender o si sin poder creer lo que ella ¿dijo?.

¿Una cultivadora quiere entrar en la casa de un mortal?

No importa cuando lo epson, pero aquella situacion estaba muy fuera de lugar, no creoq ue podria existir alguna buena razon por la que alguien de semejante nivel podria querer algo asi.Sin poder entenender mucho decidio morder la bala.

Aethel la miró con recelo, pero la calma seguía allí, firme en su centro. No sabía de dónde sacaba el coraje para hablarle en ese tono a una cultivadora. Cualquier otro mortal se habría deshecho en reverencias o habría enmudecido por el terror, pero sus palabras salieron con la misma naturalidad con la que pedía una herramienta prestada.

—Si busca posada, el pueblo está a una hora —dijo él, señalando vagamente hacia el sendero—. Aquí solo está mi cabaña.

La cultivadora miró hacia la pequeña construcción de piedra y madera, donde el humo del hogar subía perezosamente hacia el cielo gris.

—El pueblo es ruidoso —respondió ella con una serenidad que igualaba a la de Aethel—. Busco la simplicidad. ¿Serías tan amable de invitar a una viajera a sentarse un momento bajo tu techo? Un cuenco de agua y un momento de sombra es todo lo que pido.

Aethel suspiró y recogió su azadón. No sentía que pudiera negarse, pero tampoco sentía que ella fuera una amenaza inmediata. Era, simplemente, otra parte de su día que debía gestionar, por muy fuera de lugar que estuviera.

Agua y sombra. Sigo sin entenderlo. No hay ninguna razón lógica para que alguien de su nivel quiera entrar en un sitio donde el suelo es de tierra apisonada y huele a leña vieja. Pero si insiste en ver cómo vive un mortal, supongo que no puedo detenerla. Solo espero que su "búsqueda de simplicidad" no incluya quedarse a cenar; no creo que mi estofado de nabos sea digno de alguien de calibre.

—Venga entonces —dijo Aethel, dándose la vuelta y empezando a caminar hacia la cabaña—. El agua está fresca y el techo no gotea. Es todo lo que puedo ofrecer.