Cherreads

¿¡Reencarne en Marinette Dupain-Cheng!?

Daoist6SbBYo
7
chs / week
The average realized release rate over the past 30 days is 7 chs / week.
--
NOT RATINGS
898
Views
Synopsis
Muchas veces tenemos que aceptar las cosas que nos pasan, a pesar de no quererlas y lo único que puedes hacer es levantarte y seguir adelante. ¡¡Y ROMPERLE CARA A ESOS HIJOS DE SU MADRE!!
VIEW MORE

Chapter 1 - Capitulo 1. Adaptación

El despertar fue como emerger de aguas tranquilas; un retorno a la conciencia sin sobresaltos. Recordé el día anterior, largo y productivo. A mis veintitrés años, Daniel Tenasi —Dante para los íntimos— ya había logrado lo que muchos en mi antigua vida anhelaban: la autosuficiencia. Había construido una vida ordenada, predecible y controlada, un refugio perfecto para una mente que habitaba en la planicie emocional de la alexitimia.

Al intentar levantarme, una debilidad extraña, ajena, ancló mi cuerpo al colchón. No era el cansancio habitual. Era como si mis músculos hubieran olvidado su densidad.

—Qué raro— pensé, sin inquietud, solo con curiosidad clínica.

La fuerza que apliqué fue excesiva. Me incorporé y el mundo que me rodeó fue una explosión de rosas: paredes rosas, edredón rosa, incluso la tenue luz del amanecer teñida de un tono algodonoso. No reconocía nada. No había un solo elemento familiar en ese cuarto de princesa de juguete.

Al bajar, mis pies buscaron el suelo y no lo encontraron. La caída fue breve pero contundente. Un ¡pum! seco resonó en la habitación silenciosa cuando mi cuerpo impactó contra un piso de madera pulida.

—Mierda— maldije en un susurro ronco. El dolor, agudo y preciso, se irradió desde mi cadera. Ese dolor sí era reconocible. Era real.

Me puse de pie, sintiendo una nueva fragilidad en las extremidades, y entonces las vi. Mis manos. O lo que ahora eran mis manos. Pequeñas, con los nudillos apenas marcados, la piel suave y sin callos, las uñas cortas y limpias. Manos de niña. Una frialdad metálica se instaló en mi pecho —una metáfora, por supuesto, ya que no podía sentir el frío real de la emoción—. El hecho estaba ahí, observable, analizable.

La reacción lógica habría sido el pánico. La histeria. Un colapso ante la imposibilidad física. Yo solo parpadeé. La alexitimia, mi vieja compañera, erigía su muro infranqueable. Las señales de alarma que mi cuerpo debía estar enviando naufragaban en algún lugar oscuro de mi corteza cerebral, ahogadas antes de convertirse en sentimiento. Era un observador atrapado en una anomalía.

Mi mirada buscó respuestas y se posó en un tocador de estilo francés, con un gran espejo ovalado. Un mueble claramente femenino. Me acerqué, cada paso sintiéndose extraño en este cuerpo liviano y corto. La imagen en el cristal me devolvió la mirada de una desconocida.

Era una adolescente, quizás de catorce años. Llevaba el cabello negro azabache, con sorprendentes reflejos azules cuando la luz lo tocaba, recogido en dos coletas bajas que caían sobre sus hombros, sujetas con ligas de un rojo vibrante. Sus ojos —mis ojos— eran de un azul claro, casi grisáceo, con un corte marcadamente oriental que hablaba de una herencia mixta. Pómulos altos, labios finos, una expresión de confusión contenida. Inspeccioné el reflejo, girando lentamente. La figura era delgada, menuda, vestida con un pijama de algodón con estampado de cupcakes. Confirmé, con una frialdad casi obscena, la evidencia anatómica. Sí, era femenino.

Un suspiro pesado escapó de estos nuevos pulmones. —¿Un sueño lúcido extremadamente detallado?— La hipótesis fue desechada al instante. El dolor persistente en la cadera era un argumento demasiado elocuente. Esto era tangible.

La resignación llegó, no como una emoción, sino como una conclusión lógica. No había vuelta atrás. Mi vieja vida, mi departamento minimalista, mi título en ingeniería de sistemas conseguido con esfuerzo puro y terco, los ahorros meticulosos… todo eso pertenecía a otro universo, a otro cuerpo que probablemente yacía sin vida en alguna parte. Había sido borrado.

Mi nueva realidad era esta habitación rosa. Con un movimiento ahora más decidido, me dirigí al escritorio. Sobre él, una computadora portátil moderna y, a su lado, una pequeña cartera de cuero. La abrí. Dentro, entre algunos euros sueltos y un lápiz labial sin usar, encontró una tarjeta de identificación estudiantil plastificada.

El nombre, escrito en francés cursivo, me golpeó con la fuerza de un reconocimiento instantáneo y absurdo.

*Marinette Dupain-Cheng.*

—¡Carajo!— esta vez la maldición salió más fuerte, cargada de una frustración que mi mente podía conceptualizar pero no experimentar.

No era solo cualquier adolescente. Era ella. La protagonista de esa serie animada que mi sobrina veía obsesivamente, y de la que, por obligación familiar, había absorbido detalles. Un mundo de superhéroes con diseños de animal, un villano patético que lanzaba akumas desde un sombrío jardín trasero, y una trama romántica adolescente que se extendía por temporadas. Todo mi trabajo, mi esfuerzo por construir una vida estable, había sido canjeado por un guion escrito para entretener a preadolescentes.

Me dejé caer en la silla giratoria, que chirrió suavemente. El monitor de la computadora se encendió con un toque. Las cifras digitales brillaban en la esquina: *06:00 a.m. 16 de octubre de 2016.* La fecha confirmaba mis recuerdos de la trama.

—Bueno, Daniel— me dije, usando mi viejo nombre como un ancla. —O Dante. O Marinette ahora. La lamentación es un lujo que tu neurología no te permite. Es un reinicio forzoso. Estresante, ilógico, plagado de inconvenientes… pero es un reinicio al fin. Puedes sentarte a llorar por lo perdido, o puedes analizar el nuevo terreno de juego.

La decisión, como siempre, fue pragmática. Empecé a modificar la computadora. El francés fue sustituido por el castellano. El fondo de pantalla, una imagen empalagosa de gatitos, fue reemplazado por un fondo negro liso. Exploré los archivos, encontré carpetas de diseños de moda, bocetos torpes pero llenos de potencial, y cientos de fotos de un modelo rubio con una sonrisa de anuncio: Adrien Agreste. Lo archivé mentalmente como "variable relevante".

Luego, me sumergí en la red. Necesitaba entender este nuevo mundo. Los resultados fueron… desconcertantes. La historia global era notablemente similar: las guerras mundiales, los avances tecnológicos, las figuras culturales. Pero las desviaciones eran significativas. Políticos que parecían genuinamente comprometidos con el bien común. Índices de criminalidad en París ridículamente bajos. Una conciencia ecológica generalizada que mantenía la ciudad inmaculada. Era como una versión edulcorada y optimista de la realidad, un escenario perfecto para una historia de superhéroes. Irónico.

Me sumergí tanto en la investigación que no noté el paso del tiempo hasta que unos pasos firmes y familiares resonaron en la escalera de caracol que llevaba a la habitación. Fueron rápidos, me pillaron desprevenido. Con movimientos silenciosos pero eficientes, minimicé las ventanas del navegador, restablecí el fondo de pantalla original por un momento y me senté en la cama, fingiendo haberme levantado.

La puerta trapiche se abrió.

—Marinette, hija, ya es hora de levantar…— La voz se cortó en seco.

En el umbral estaba Sabine Cheng. Más joven que en la serie, con su pelo negro recogido en un moño práctico, y una expresión de amorosa exasperación que se transformó en preocupación al verme sentada, ya vestida, en el borde de la cama. La reconocí al instante, pero esta no era una imagen en una pantalla. Era tangible, real. Y en ese momento, un cosquilleo cálido y ajeno brotó en mi estómago. No era mío. Era un residuo, un eco de la Marinette original, una ráfaga de felicía filial que logró filtrarse a través de la niebla de mi condición. Mi rostro, sin embargo, permaneció impasible.

—¿Marinette? ¿Estás bien? Nunca te levantas tan temprano— dijo, acercándose.

Abrí la boca para responder, para articular alguna excusa lógica, pero entonces sucedió. Fue como si una compuerta se reventara en mi mente.

Un torrente de recuerdos que no me pertenecían irrumpió con violencia. Imágenes desordenadas: Sabine enseñándole a una niña pequeña a amasar pan; Tom, enorme y jovial, levantándola en brazos entre risas; el olor a galletas recién horneadas; la sensación de seguridad en un abrazo; el sonido de sus voces cantando canciones tontas… Cada recuerdo venía envuelto en una capa de emoción pura, cruda, abrumadora: amor, felicidad, pertenencia. Para una mente no preparada, habría sido un mareo. Para la mía, acostumbrada al silencio emocional, fue un dolor físico puro y cegador.

Un gemido ahogado escapó de mis labios. Me llevé las manos a la sien, donde una presión insoportable parecía querer partirme el cráneo en dos.

—¡Marinette!— gritó Sabine, alarmada, corriendo hacia mí.

—Estoy… bien. Solo… un dolor de cabeza— logré articular, mi voz monótona y plana contrastando grotescamente con la tormenta interna. Intenté ponerme de pie para demostrarlo, para alejarla, pero el segundo asalto fue peor.

Otro golpe, más masivo, de memorias. Esta vez mezcladas con miedo, vergüenza, ansiedad adolescente. Tropiezos en la escuela, miradas de un chico rubio, la presión de los estudios, el peso de un secreto gigantesco… Los sentimientos ajenos se convirtieron en cuchillos que me atravesaban la conciencia. El mundo giró. La visión de Sabine, ahora pálida de terror, se desvaneció en un túnel oscuro. Lo último que escuché fue su grito desgarrado llamando a Tom, y luego, la nada.

---

La conciencia regresó lentamente, filtrándose a través de un velo de pesadez y un dolor sordo y persistente en todo mi cuerpo. El primer input fue el olor: antiséptico, limpio, frío. Hospital. Luego, la vista: un techo blanco, luminosos de luz fluorescente. Giré la cabeza, un movimiento que requirió un esfuerzo considerable. Máquinas con líneas verdes que latían rítmicamente junto a la cama. Y mis manos, descansando sobre las sábanas ásperas. Las mismas manos pequeñas y frágiles.

Un suspiro, largo y cargado de una decepción profunda que solo podía entender a nivel intelectual, salió de mi pecho. —Maldita sea— susurré para mí, una letanía de palabras más fuertes y coloridas pasando por mi mente en silencio. Había olvidado, en el shock inicial, una de las facetas más crueles de la alexitimia: la algesia. La intensificación del dolor físico. Lo que para otra persona sería una migraña fuerte, para mí podía ser una tortura incapacitante. Y la descarga de recuerdos de Marinette… no había sido un simple dolor de cabeza. Había sido una invasión neurológica, una sobredosis de estímulos emocionales procesados como agonía pura.

Al otro lado de la habitación, junto a una ventana que mostraba un cielo gris parisino, estaban ellos. Tom Dupain, ancho como una nevera, con su delantal de panadero aún manchado de harina, envolvía a Sabine en un abrazo protector. Ella temblaba, su rostro enterrado en su pecho, sus hombros sacudidos por sollozos silenciosos. Hablaban en voz baja con un hombre de bata blanca y expresión grave: el médico.

Sus perfiles, iluminados por la luz del día, desencadenaron algo en mí. No otro dolor, sino un… reconocimiento. Los recuerdos que me habían derribado ahora estaban allí, organizados, accesibles. No eran datos fríos; eran experiencias, con textura y contexto. Y con ellos venía una conexión inevitable. Al mirarlos, ya no veía solo a los personajes de una serie. Veía a la mujer que había enseñado a "Marinette" a coser con una paciencia infinita. Al hombre cuyo abrazo era el lugar más seguro del mundo. Sentí (no como una emoción, sino como una verdad factual, un knowing) el peso del amor que habían depositado en esta hija. Un amor que ahora, por un giro del destino absurdo, estaba dirigido hacia mí, un extraño en la piel de su niña.

Mis ojos, esos ojos azules claros que aún me resultaban ajenos, debieron de moverse, porque Sabine se separó bruscamente de Tom y me miró. Su rostro estaba hinchado por el llanto, los ojos rojos.

—¿Marinette?— su voz era un hilo de esperanza, temblorosa y frágil.

Tom se volvió también, su expresión una mezcla de miedo y anhelo.

El médico nos observaba, tomando notas en una tableta.

Respiré hondo, llenando estos pulmones más pequeños. La respuesta que salió fue simple, llana, carente de toda la angustia que ellos esperaban. —Hola, mamá. Hola, papá—.

Fue como si hubiera pronunciado un hechizo. La esperanza en los ojos de Sabine se quebró un poco, reemplazada por una confusión más profunda. Mi tono no era el de una hija que despierta asustada en un hospital. Era el tono de alguien leyendo un informe del tiempo. Tom apretó su hombro, su mirada fija en mí, tratando de descifrar el enigma.

El médico se acercó entonces. Tenía una mirada penetrante, analítica, que me escudriñó sin pestañear. Me resultó incómoda, pero mi rostro, mi maldito y expresivo rostro de adolescente, no mostró ni un parpadeo de esa incomodidad.

—Señorita Dupain-Cheng, soy el Dr. Laurent— comenzó, su voz calmada y profesional. —¿Puede decirme qué siente en este momento?

Sabía a dónde iba. Conocía este juego. —Nada— respondí, sin rodeos.

Él asintió, como si mi respuesta confirmara una teoría. —¿Nada de miedo? ¿Nada de confusión por estar aquí?

—No. Sé que estoy en un hospital porque me desmayé. Es un hecho. No le asigno una sensación— expliqué, usando un lenguaje más técnico del que una chica de catorce años debería manejar. Vi el destello de sorpresa en sus ojos.

Siguió un interrogatorio breve pero meticuloso. Preguntó sobre colores, sonidos, el gusto de la última comida que recordaba (unas galletas que Sabine había hecho, y que pude describir con precisión objetiva: "dulces, con textura crujiente en los bordes y blanda en el centro, con trozos de chocolate de aproximadamente medio centímetro"). Preguntó si la idea de lo sucedido me entristecía. Respondí que la tristeza era un concepto, no una experiencia.

Finalmente, bajó la tableta y se dirigió a Tom y Sabine, que se aferraban el uno al otro como náufragos a una tabla.

—Señor, señora Dupain-Cheng— comenzó, con una calma que contrastaba con la tensión en la habitación. —Los escáneres cerebrales no muestran daño físico. No hay traumatismo, ni hemorragia, ni signos de un accidente cerebrovascular. Sin embargo, el comportamiento de Marinette, sus respuestas… son altamente indicativos de una condición neurológica llamada alexitimia.

Sabine frunció el ceño, sin comprender. Tom tragó saliva.

—Es, en términos sencillos, una desconexión entre el sistema límbico —donde se generan las emociones— y la corteza cerebral —donde se procesan y se vuelven conscientes—. Marinette puede experimentar estímulos emocionales a nivel fisiológico —un aumento del ritmo cardíaco, sudoración—, pero su cerebro es incapaz de traducirlos en sentimientos reconocibles: miedo, alegría, tristeza, amor. Es como si viviera en una campana de cristal emocional.

Un silencio pesado cayó sobre la habitación. Sabine miró de Tom a mí, sus ojos buscando una negación, un signo de que era un error.

—¿Es… es grave?— preguntó Tom, su voz ronca.

—No es degenerativa. No afecta su inteligencia ni sus funciones motoras— aclaró el doctor, levantando una mano calmante. —Puede llevar una vida perfectamente funcional. Estudiar, trabajar, relacionarse. Pero esas relaciones serán… diferentes. Basadas en la lógica y la observación, no en la reciprocidad emocional espontánea. Y hay otro aspecto: la algesia. Su sistema nervioso puede procesar el dolor físico de manera amplificada. Lo que para otros es una molestia, para ella puede ser muy intenso.

Miró hacia mí. —El episodio de hoy pudo haber sido desencadenado por un estrés agudo. Su cerebro, intentando procesar una carga emocional abrumadora —quizás por la acumulación de presiones que ustedes no habían notado—, la tradujo en un colapso por dolor.

Era una explicación cómoda, que envolvía la verdad loca en un paquete clínico presentable. Asentí, lentamente. Era un buen relato para ellos.

—¿Hay cura?— Susurró Sabine, con lágrimas de nuevo en los ojos.

—No una cura en el sentido tradicional. Hay terapias para ayudarla a identificar las señales fisiológicas y manejarlas cognitivamente. Y necesitará revisiones periódicas para monitorizar su estado— concluyó el Dr. Laurent. —Pero lo más importante ahora es el entorno. Paciencia. Comprensión. No esperen reacciones emocionales convencionales. No lo tomarán como algo personal.

Tom y Sabine se miraron, una comunicación silenciosa y desgarradora pasando entre ellos. Finalmente, Tom asintió, con una determinación triste. —La queremos como sea. Solo queremos que esté bien—.

---

Los trámites de alta fueron rápidos. La sensación de salir del hospital vestida con la ropa que Sabine había traído —unos jeans ajustados y un suéter morado— fue extrañamente humillante. La vulnerabilidad del cuerpo adolescente, la mirada preocupada y maternal de Sabine mientras me ayudaba… eran capas de una intimidad forzada a la que mi mente analítica se resistía.

El regreso a la casa de los Dupain-Cheng —mi casa ahora— fue en silencio. La panadería olía a canela y mantequilla recién hecha, un aroma que los recuerdos de Marinette etiquetaron inmediatamente como "hogar". Subí a mi habitación rosa, que ahora veía no como un capricho, sino como un santuario que había invadido.

Pasaron tres meses.

El tiempo, en esta nueva vida, adquirió una cualidad distinta. Era un proyecto de re-acondicionamiento. Mis "padres" me rodeaban con una atención que rayaba en la asfixia, pero que aprendí a manejar con respuestas lógicas y un calendario estricto que les demostraba "normalidad": horarios de estudio, comidas, sueño.

No podía tolerar la debilidad de este cuerpo. La fragilidad que sentí al caer de la cama aquel primer día era un recordatorio constante de mi vulnerabilidad. En el silencio de la noche, cuando la casa dormía, comenzaba mi verdadero entrenamiento. Ejercicios isométricos, flexiones modificadas, estiramientos. Usaba los muebles de mi habitación como equipo improvisado. No buscaba la fuerza de mi antiguo cuerpo masculino; buscaba eficiencia, control, la capacidad de no ser un peso en este mundo aparentemente benigno pero lleno de peligros absurdos como akumas voladores. También retomé el dibujo, pero con una precisión técnica que la Marinette original solo insinuaba. Los bocetos de moda se mezclaban con diagramas anatómicos y diseños de ingeniería simples.

Y luego estaba el canal. "MDC Designs" fue mi creación más calculada. Usé el talento artístico innato del cuerpo y lo fusioné con mi mente estratégica. Videos time-lapse de dibujos complejos, tutoriales de técnica seca y directa, análisis de diseño de moda histórica con un enfoque casi académico. Evité por completo la personalidad efervescente de los YouTubers adolescentes. Mi presentación era clara, concisa, fría. Y, para mi sorpresa, funcionó. El canal creció rápidamente. Los comentarios hablaban de lo "hipnótica" que era mi calma, de lo "refrescante" que era la falta de gritos y sobreactuación. Me había convertido, sin quererlo, en un fenómeno de nicho.

Pero en la quietud, cuando el mundo consciente se apagaba, llegaba lo más desconcertante.

Era ella. Marinette.

No eran sueños convencionales. Eran encuentros en un espacio nebuloso, blanco e infinito. Allí, ella aparecía exactamente como yo era ahora, pero… completa. Sus ojos azules no eran vidriosos como los míos; brillaban con una intensidad que me quemaba. Llevaba el mismo pijama del primer día.

Al principio, solo se limitaba a observarme desde la distancia, su expresión una mezcla de curiosidad y una tristeza profunda. No hablaba. Yo, fiel a mi naturaleza, intentaba aproximarme, analizar, hacer preguntas lógicas que se disolvían en la niebla sin respuesta.

Con el paso de las semanas, se fue acercando. Ahora estábamos a un metro de distancia, frente a frente. Esta noche, por primera vez, sus labios se movieron. No hubo sonido, pero leí las palabras en sus labios, claras como el cristal:

"¿Qué le has hecho a mis padres?"

El reproche en su mirada era un puñal de emociones ajenas. Y entonces, por primera vez desde que llegué a este mundo, sentí algo que se aproximaba a una punzada en el pecho. No era una emoción pura. Era el eco del dolor de otro, resonando en el cascarón vacío que yo habitaba.

Al despertar, sudando frío en la cama rosa, supe que el tiempo de la mera observación había terminado. No podía seguir siendo un turista en esta vida. Los lazos con Tom y Sabine, aunque fundados en una mentira, se habían vuelto reales en su cuidado. Este cuerpo tenía un dueña anterior con un legado, un deber y un dolor. Y París, esa ciudad de postal bajo la cual latía el corazón de un villano, no me permitiría ser un espectador neutral por mucho tiempo.

Me levanté, y en el espejo del tocador, los ojos azules que me devolvían la mirada parecían un poco menos ajenos. La batalla ya no era solo por adaptarse. Era por entender por qué estaba aquí, qué quería Marinette de mí, y cómo diablos iba a navegar el caos de los sentimientos ajenos en un mundo donde yo era el único incapaz de sentirlos.

El proyecto de reinicio de Daniel Tenasi había terminado. Ahora comenzaba la complicada, peligrosa y absurda supervivencia de Marinette Dupain-Cheng.