—Aerys, ¿qué estás haciendo?
La voz lo sacó de sus pensamientos.
Era firme, joven, pero con ese matiz autoritario que solo tienen los Targaryen.
El niño giró lentamente.
A unos metros, al pie del corredor, una muchacha de trece años lo observaba.
El resplandor del mediodía que entraba por los ventanales se derramaba sobre ella, trazando un halo dorado alrededor de su figura.
Rhaenyra Targaryen.
El cabello —una cascada de plata y oro— le caía en ondas suaves sobre los hombros. Llevaba una túnica de terciopelo púrpura, ajustada a la cintura con un fino cinturón de oro trenzado. Las mangas, amplias y ricamente bordadas, dejaban ver brazaletes con la forma de dragones entrelazados.
Su piel era clara como el mármol recién tallado, y sus ojos, de un violeta intenso, brillaban con la misma mezcla de fuego y orgullo que su padre.
A su edad ya caminaba con la gracia de una reina y la determinación de una guerrera. Cada paso que daba parecía medido, deliberado, como si el suelo mismo debiera agradecer su contacto.
Aerys parpadeó, sorprendido de verla tan cerca.
No la había oído llegar.
—Nada, hermana —respondió, bajando un poco la mirada.
Su tono fue tranquilo, pero había algo en su voz que sonaba… distante.
Rhaenyra frunció el ceño.
Avanzó hacia él, sus pasos resonando sobre el mármol.
El aire a su alrededor olía a jazmín y fuego, a perfume real y peligro contenido.
—¿Nada? —repitió, alzando una ceja—. Llevas más de un cuarto de hora mirando por esa ventana como si esperases ver a un dragón volando sobre el puerto.
Aerys sonrió apenas.
—Tal vez sí lo esperaba.
Rhaenyra lo observó en silencio.
Sus ojos, afilados, escrutaban cada detalle: el leve temblor en sus dedos, el brillo ausente en su mirada.
No era la primera vez que encontraba a su hermano así, perdido entre pensamientos que ningún niño de su edad debería tener.
—Eres un chico extraño, Aerys —dijo finalmente, aunque su tono sonaba más curioso que cruel—. A veces hablas como si fueras un anciano.
El niño alzó la vista, y por un instante, sus ojos violetas se encontraron.
En ellos había algo que la desconcertó: una calma demasiado profunda.
Su pecho se tensó. Giró el rostro, fingiendo indiferencia, mientras alisaba el terciopelo de su túnica con un gesto nervioso.
—Ve a comer, Aerys —dijo finalmente, sin mirarlo—. Tu plato está frío.
El niño bajó la vista, sin responder.
Rhaenyra esperó un instante, y luego añadió, en un tono más suave, aunque cargado de una autoridad natural que aún no comprendía del todo:
—Dile a los sirvientes que te cocinen algo nuevo. No comas sobras.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, cálidas pero lejanas, como si fueran una caricia cubierta de hielo.
Aerys asintió apenas, una inclinación mínima de cabeza.
Rhaenyra lo miró de reojo una última vez.
El resplandor del mediodía bañaba su rostro, resaltando el dorado de su cabello y el brillo frío de sus ojos. Por un instante, la luz la hacía parecer una estatua de los antiguos Valyrios: perfecta, distante, inalcanzable.
Sin decir nada más, se dio media vuelta y se alejó por el corredor.
El sonido de sus pasos fue perdiéndose entre los ecos de piedra, hasta que solo quedó el rumor del mar y el suave murmullo del viento colándose por las ventanas altas.
Aerys permaneció allí, inmóvil, observando el lugar donde su hermana había estado.
Su pecho subía y bajaba lentamente, en un silencio casi reverente.
La luz cambió de tono.
Fuera, el cielo comenzaba a nublarse, y el primer trueno retumbó en la distancia.
El niño suspiró.
—"Cocíname algo nuevo", ¿eh? —murmuró con una sonrisa leve, casi irónica.
El aire vibró sutilmente a su alrededor.
Un eco metálico, apenas audible, resonó dentro de su mente.
[Nueva misión secundaria: Prepara un platillo que sorprenda a los chefs del castillo.]
[Recompensa: + 0.1 Constitución, +50 puntos de experiencia.]
Aerys sonrió apenas, ladeando la cabeza como si escuchara una broma privada.
—Bueno… parece que es hora de trabajar —murmuró, dejando escapar un suspiro que se perdió entre los ecos del salón.
El niño se incorporó del banco de piedra y se alisó la túnica con calma.
La brisa que entraba por la ventana movía las cortinas como olas de seda, trayendo consigo el aroma salado del mar.
A lo lejos, los rugidos apagados de los dragones retumbaban desde las cavernas bajo la fortaleza, un recordatorio constante de lo que significaba ser Targaryen.
Bajó por los pasillos, mientras las antorchas chispeaban a su paso, arrojando destellos dorados sobre las paredes de piedra rojiza.
El eco de sus pasos resonaba suave, medido, casi musical, como si cada pisada marcara el compás de una rutina familiar.
Los sirvientes se apartaban con una leve inclinación al verlo pasar.
Algunos bajaban la mirada, otros apenas se atrevían a sostenerla.
Ya se habían acostumbrado a ver al príncipe en la cocina, aunque aún les resultaba extraño —un Targaryen entre ollas, cuchillos y harina—.
Con el tiempo, los cocineros y sirvientes que trabajaban allí empezaron a cambiar su opinión sobre él.
El niño maldito, lo llamaban algunos en voz baja, aunque con los años el rumor había perdido filo.
Era difícil temerle a un niño que sonreía con esa calma, que escuchaba con atención cada consejo, que se ensuciaba las manos sin reparo.
Que ayudaba a amasar el pan o a probar el guiso con la seriedad de un maestro cocinero.
A veces lo encontraban observando el fuego con una concentración casi inquietante, calculando tiempos, midiendo proporciones, como si cada receta fuera una fórmula secreta.
Otras, simplemente los hacía reír con alguna observación inesperada, tan madura que resultaba desconcertante.
El miedo cedió paso a la curiosidad.
Y la curiosidad, poco a poco, se transformó en respeto.
Porque aquel niño de cabellos plateados no se comportaba como un príncipe…
sino como uno más de ellos.
—¿Está aquí de nuevo, príncipe Aerys? —preguntó una voz cálida, cargada de sorpresa y afecto.
El muchacho se detuvo en el umbral. El olor a pan recién horneado y a especias llenaba el aire. Las brasas crepitaban bajo los calderos, lanzando destellos anaranjados que bailaban sobre las paredes ennegrecidas.
—Me alegra verlo en mejor estado —añadió la mujer, limpiándose las manos en el delantal. Era Hilda, la cocinera principal, una mujer robusta, de rostro amable y brazos fuertes por años de trabajo junto al fuego.
Aerys inclinó levemente la cabeza, con esa cortesía natural que parecía haber nacido con él.
Uno a uno, los sirvientes dejaron lo que hacían.
Las cucharas dejaron de chocar contra las ollas, los cuchillos se detuvieron sobre las tablas.
Y pronto, toda la cocina se llenó de sonrisas.
—¡El príncipe Aerys ha vuelto! —exclamó un joven pinche.
—¿Qué nuevo platillo creará hoy? —preguntó otra, con ojos brillantes.
—El último le encantó a Su Majestad —añadió Hilda con orgullo, recordando la expresión satisfecha del rey al probar el guiso de especias.
Aerys sonrió, una sonrisa leve pero genuina, que iluminó su rostro.
—Me alegra oír eso, Hilda —respondió con calma, acercándose al fuego.
El reflejo de las llamas danzaba sobre sus ojos violetas.
Tomó una cuchara de madera y revolvió con suavidad una olla que hervía en la esquina, probando el sabor con gesto pensativo.
—Creo que hoy intentaré algo diferente —dijo finalmente, y una chispa traviesa cruzó su mirada.
Las risas llenaron la cocina.
El aire olía a pan tostado, ajo, mantequilla derretida y humo dulce de leña.
Alguien comentó, entre carcajadas y murmullos, que cuando el joven príncipe estaba allí, el lugar se sentía distinto… más cálido, más vivo, como si la mismísima Fortaleza Roja respirara a través de las ollas y los hornos.
Aerys sonrió apenas, observando cómo los cocineros probaban el guiso que había preparado con él.
Una mezcla nueva —miel, vino tinto, carne especiada y un toque de limón—, un equilibrio que solo él parecía comprender.
Entonces, el aire vibró.
Un leve zumbido, apenas perceptible, llenó el silencio entre los fogones.
El niño alzó la vista, y una tenue luz azulada apareció frente a él.
Solo él podía verla.
[Misión completada: Prepara un platillo que sorprenda a los chefs del castillo.]
[Recompensa: +0.1 Constitución, +50 puntos de experiencia.]
El panel flotó un segundo más, antes de fragmentarse en pequeñas partículas de luz.
Pero otra ventana emergió sobre ella, inesperada, acompañada de un sonido metálico agudo.
[Habilidad con cuchillo (Bronce): Ordinaria (300 / 300) ha subido de nivel.]
[Habilidad con cuchillos (Bronce) ha evolucionado a: Habilidad con espadas cortas (Plata).]
[Habilidad con espadas cortas (Plata): Competente (1 / 1000)]
El resplandor azul se intensificó un instante antes de disiparse, dejando una sensación punzante en sus manos.
Aerys observó sus dedos: pequeños, finos, manchados aún de harina y especias.
Sin embargo, al cerrarlos en torno al mango de un cuchillo, notó algo distinto.
El peso era el mismo… pero el equilibrio ya no.
Era como si el metal respirara junto a él.
El sistema no mentía.
No era solo habilidad para cortar pan o carne: algo en su interior había cambiado.
El filo, la trayectoria, la tensión del brazo… todo cobraba un nuevo sentido, un nuevo ritmo.
"Espadas cortas…" pensó, mientras el eco del mensaje seguía resonando en su mente.
Las imágenes fugaces lo asaltaron:
un acero brillando en la oscuridad, pasos sobre piedra mojada,
un enemigo invisible,
una daga girando en su mano con una precisión inhumana.
El niño parpadeó, respirando hondo.
Aquella sensación lo inquietaba tanto como lo fascinaba.
No había empuñado un arma en su vida, y aun así… su cuerpo lo recordaba.
"Las espadas cortas son cuchillos, dagas, espadas pequeñas para combate cercano…"
El sistema susurró la definición en su mente, frío y mecánico.
Aerys ladeó la cabeza, observando el cuchillo sobre la mesa.
Una herramienta de cocina… o una futura arma.
La línea entre ambas parecía haberse borrado.
Se permitió una última sonrisa —pequeña, enigmática— antes de dejar el cuchillo en su sitio.
Los cocineros ya se reían de nuevo, sin notar la leve vibración en el aire.
—Hasta mañana, Hilda —dijo el príncipe, saliendo de la cocina.
Mientras caminaba por el pasillo iluminado por antorchas, el reflejo del acero seguía grabado en su mente.
Y por primera vez, sintió curiosidad… no por cocinar, sino por pelear.
