El eco de los pasos resonaba sobre el mármol húmedo de los pasillos de la Fortaleza Roja.
A través de las altas ventanas, la luz del mediodía caía oblicua, dorada, moteando las alfombras y las armaduras que custodiaban cada arco. Afuera, el murmullo del mar se mezclaba con el tañido lejano de las campanas de la ciudad.
Aerys Targaryen caminaba en silencio.
Su andar era sereno, casi demasiado maduro para un niño de seis años. La túnica bordada en plata ondeaba levemente tras él, y el reflejo del fuego de las antorchas encendía destellos carmesí en su cabello plateado.
Cada guardia que encontraba se cuadraba al paso.
—Buenas tardes, mi príncipe —saludó una doncella, bajando la mirada.
Su voz tembló. Apenas lo dijo, se apresuró a continuar, como si temiera que quedarse un segundo más pudiera atraer la desgracia.
El niño no respondió.
Sus ojos violetas, profundos y extrañamente tranquilos, se limitaron a seguirla hasta que desapareció al girar la esquina.
En los pasillos, los susurros flotaban como polvo en el aire.
«Ahí va el niño maldito…»
«Dicen que nació entre relámpagos y sangre…»
«Que la reina murió solo para que él respirara…»
Nadie lo decía en voz alta, pero todos lo pensaban.
En Desembarco del Rey, donde las supersticiones valían tanto como las leyes, los rumores eran dagas invisibles.
Y Aerys, pese a su corta edad, lo sabía mejor que nadie.
El muchacho detuvo su paso frente a un ventanal que daba al puerto.
El viento traía consigo el olor a sal y brea.
Durante un instante, cerró los ojos y escuchó los sonidos de la ciudad: los pregones, los cascos de los caballos, el graznido de las gaviotas.
Todo parecía tan vivo, tan caótico… y, sin embargo, él se sentía ajeno, como si su alma flotara fuera del cuerpo que habitaba.
Un pensamiento cruzó su mente, y el aire pareció vibrar suavemente.
—Ventana de estado —susurró.
El mundo se volvió ligeramente opaco, y una luz tenue azulada se desplegó ante su vista, invisible para cualquiera más.
[Ventana de Estado]
Nombre: Aerys Targaryen
Edad: 6 años
Títulos: El Niño Maldito
Linaje: Sangre Valyria de bajo rango (1/5)
Salud: 16.5
Espíritu: 55.9
Constitución: 9.6
Habilidades (Oro):
• Política — Ordinario (170 / 300)
Habilidades (Bronce):
• Etiqueta en la corte — Experto (911 / 3000)
• Lengua común — Experto (833 / 3000)
• Música — Experto (533 / 3000)
• Chef — Experto (257 / 3000)
• Historia — Competente (7/ 1000)
• Valyrio — Competente (985 / 1000)
Puntos asignables: 0
Experiencia general: 69
El panel flotaba en el aire, temblando suavemente.
El brillo azul reflejaba en sus pupilas violetas.
Parecía una visión imposible, un secreto entre él y algo que no pertenecía a este mundo.
Aerys lo contempló en silencio, con la expresión concentrada de un hombre atrapado en el cuerpo de un niño.
Sabía que no debía invocarlo donde otros pudieran verlo, aunque nadie más lo percibiera.
El instinto le decía que el Sistema no era una bendición… sino una intrusión.
Un poder que los dioses de Poniente jamás habrían permitido.
El niño suspiró, y el panel se desvaneció, desintegrándose como humo sobre el agua.
El zumbido cesó.
Solo quedó el eco de su respiración.
Se llevó una mano al pecho.
Podía sentir el ritmo débil de su corazón, rápido y ligero.
—Necesito mejorar mi salud —murmuró—.
Recordaba bien las cifras que el sistema le había mostrado meses atrás:
el promedio de una persona normal rondaba los 30 puntos de salud…
Él apenas alcanzaba 16.5.
Y su constitución, apenas superior a la de un niño moribundo, no pasaba de 9.6.
"Si esto fuera un juego", pensó, "ya estaría muerto".
Se inclinó sobre el alféizar de la ventana, mirando la ciudad.
La brisa del mar le revolvió el cabello, trayendo el olor a sal, a hierro y a sudor de los muelles.
Los puntos asignables —recordó— eran una bendición rara.
El sistema solo los otorgaba cuando completaba misiones alternativas, esas pequeñas tareas invisibles que aparecían en su mente como susurros, flotando entre pensamientos que no eran suyos.
"Bebe tu leche para que crezcas grande y fuerte."
"Toca una melodía que calme el alma."
"Recorre la Fortaleza Roja."
Tareas simples.
Inocentes.
Demasiado simples para el poder que ofrecían a cambio.
Aerys solía detenerse cada vez que una de esas frases aparecía, sin voz, en el borde de su conciencia.
El aire parecía volverse más denso, más pesado, como si el mundo contuviera el aliento.
Y cuando obedecía —cuando bebía, tocaba o caminaba— el silencio se quebraba con un sonido metálico, un eco suave que resonaba dentro de su mente:
[Tarea completada. +1 punto asignable.]
Cada vez que lo oía, una leve descarga recorría su cuerpo.
No era dolor… pero tampoco placer.
Era algo frío, distante, como si el sistema marcara su existencia, recordándole que era suyo.
Aerys bajó la vista, observando las pequeñas manos que se apoyaban sobre el alféizar.
Eran las de un niño de seis años, sí, pero la mente que las guiaba pertenecía a alguien más —alguien que empezaba a temer su propio poder.
En cambio, los puntos de experiencia general eran distintos.
Más mundanos.
Más… honestos.
Los obtenía al practicar, al sudar, al errar.
Leyendo durante horas en la biblioteca hasta que las velas se apagaban solas.
Cocinando bajo la mirada escéptica de los cocineros reales, intentando recordar sabores que no pertenecían a este mundo.
O tocando el laúd hasta que las yemas de sus dedos se agrietaban y sangraban.
El sistema recompensaba el esfuerzo, pero no la violencia.
Nunca había visto que una muerte —ni siquiera la de un animal— le otorgara nada.
Y, sin embargo… algo en él lo hacía dudar.
Había escuchado rumores, fragmentos de frases que el sistema parecía dejar caer al azar, como si estuviera probándolo.
"El crecimiento requiere sacrificio."
"El poder se mide en aquello que tomas."
¿Y si matar también contaba como experiencia?
¿Y si el sistema esperaba que algún día lo descubriera?
El pensamiento lo estremeció.
Sintió un escalofrío recorrerle la espalda, aunque el aire estaba tibio.
Se apartó de la ventana y apretó los puños, cerrando los ojos un instante.
El sonido distante de la ciudad —los cascos de los caballos, los gritos del mercado, el rumor del puerto— se filtró lentamente en su mente, devolviéndolo al presente.
"No", pensó. "No soy un monstruo."
Pero en el fondo de su pecho, una voz ajena, fría y paciente, parecía murmurarle otra cosa.
