Los demonios no se retiraron.
Seguían cazándolo como animales que disfrutan del desgaste, no de la muerte rápida. Nao se movía entre ellos con Eclipse activo, cortando, rompiendo, atravesando cuerpos que se regeneraban una y otra vez.
La adrenalina seguía haciendo su trabajo.
Las heridas eran profundas, abiertas, mortales…y aun así no dolían.
Eran casi una ilusión.
Pero la vida no se rige por una sola regla.
Si no te duele, harán que te duela.
Un golpe seco en la cabeza lo desorientó. Otro lo lanzó contra una pared. El mundo giró, pero su cuerpo siguió moviéndose por inercia, por costumbre, por rabia.
Entonces escuchó los gritos.
Humanos.
Nao giró justo a tiempo para ver cómo un aldeano caía al suelo, aún consciente, mientras su cabeza rodaba unos metros más allá.
Luego otra.
Y otra más.
La vida de todos en la aldea empezaba a desaparecer una cabeza a la vez.
Eclipse tembló.
No por debilidad.
Por comprensión.
Los demonios no querían vencerlo.Querían enseñarle.
El cielo estaba cubierto de humo, sangre y ceniza. No había héroes. No había salvación espectacular. Solo cuerpos cayendo, uno tras otro, sin significado.
Fue entonces cuando Nao recordó la regla que los humanos jamás cuestionan:
Vivimos para morir…y morimos para vivir.
Cada muerte dejaba una marca.Cada pérdida lo obligaba a seguir respirando.
La tortura que lo estaba quebrando no era un castigo demoníaco.
Era la vida misma.
Porque mientras estuviera vivo, podía perder.Y mientras pudiera perder…podía sufrir.
Un demonio atravesó su costado. La sangre brotó caliente. Nao cayó de rodillas, respirando con dificultad.
No gritó.
No porque fuera fuerte.
Sino porque entendió algo peor.
Lo único que le recordaba que seguía vivo…era el poder morir.
Eclipse comenzó a apagarse.
No porque lo derrotaran.
Sino porque, por primera vez en once muertes, Nao dudó.
Y en esa duda, los demonios sonrieron.
Porque el sufrimiento no nace del dolor.
Nace de seguir existiendo cuando ya no sabes por qué.