En el túnel, la luz de neón tiñe de azul los charcos que el día dejó pegados al suelo.
Eolka avanza como una silueta, mientras su abrigo aún gotea, marcando el ritmo de su regreso.
El zumbido de los ventiladores sostiene un aire frío que huele a metal y humedad; el mismo aire que siempre la recibe al volver.
Los cables se arrastran por las paredes como raíces de un árbol viejo y cansado, igual que las rutas que ella repite una y otra vez.
El eco de sus pasos anunciaba su llegada, pero antes de abrir la puerta de hierro, retuvo la respiración y sintió cómo el agua resbalaba desde sus hombros.
Al levantar la mano, el panel de control reconoció su huella al primer intento.
Una vez dentro de la sede, saludó a sus hermanos de armas, a quienes no veía desde hacía una semana. Entre sonrisas, apretones de manos y breves palabras, comprendió que su regreso era motivo de alegría.
Pero justo cuando iba a devolverles la sonrisa, sintió que algo le faltaba. Era una ausencia que no podía nombrar, como un eco apagado en medio del bullicio.
—¿Dónde está… Amber?
La pregunta flotó un instante, pero nadie respondió.
Antes de insistir, la radio interrumpió el silencio: la llamaban al centro de mando para entregar su informe.
Obedeció la orden, dejando atrás el sonido de las gotas que caían de su abrigo.
En la sala de mando, el líder la esperaba de espaldas, observando un mapa proyectado sobre la pared: líneas de suministro, sectores en rojo, rutas que ya no existían.
—Eolka, bienvenida de nuevo. Me alegra que hayas regresado sana y salva.
La voz del líder tenía la solidez de alguien que aprendió a no mostrar debilidad.
Ella tartamudeó, avergonzada.
—Líder... gra... gracias por el recibimiento. Pero... ¿dónde está Amber?
¿No debería estar aquí entregando su informe?
La respuesta tardó unos segundos.
—Lo lamento. Nuestros agentes intentaron trazarle una ruta de escape...
pero la emboscaron.
Hicimos todo lo posible.
Tú… fuiste la única que cumplió su misión y regresó con vida.
Guardó silencio. Evitó mirar al líder; si lo hacía, sabía que sus ojos terminarían delatándola. Aprendió a vivir con la pérdida, pero nunca se acostumbró a ese sentimiento.
Antes de retirarse, escuchó su voz una vez más:
—Nuestros hermanos no mueren mientras sus sueños sigan en nosotros.
Nunca lo olvides.
Sin responder, asintió con la mirada y se marchó sin mirar atrás.
Sus pasos la llevaron fuera de la sala, esquivando miradas y palabras de consuelo que no necesitaba.
En el exterior, trepó hasta un edificio silencioso y se dejó caer en duelo.
Mientras recordaba a Amber, una sonrisa agridulce se curvó en sus labios: un intento de recordar sin romperse por dentro.
Recordaba cómo ella corregía su mirada seria con paciencia,
cómo se ataba el cabello dos veces cuando la misión olía a peligro,
cómo se reía al prometer que volverían para beber.
Ahora ella cumplía la promesa sola.
Bebió sus propias lágrimas mientras miraba el cielo nublado.
Las dos lunas apenas se revelaban tras la neblina.
La blanca la limpiaba; la roja, la hería.
Y entre ambas, prometió seguir, para que sus sueños nunca murieran.
Mi nombre es Eolka.
En mis años en la resistencia he conocido a muchos hermanos con quienes entablé una bella amistad, pero casi siempre… mueren.
A veces pienso que debería dejar de encariñarme con las personas; quizá así este corazón deje, al fin, de sangrar.
En ocasiones creo que nuestros esfuerzos por retrasar este nuevo Génesis solo nos lastiman más y más.
¿Por qué el Cazador no se revela?
¿Acaso espera que todos desaparezcamos?
A veces pienso que nunca lo hubo, que el primer Cazador fue el único que existió… y que jamás tuvo un descendiente.
A veces quisiera ser como esas personas que viven su día a día sin preocuparse por el mañana.
La ignorancia es una bendición.
La cabeza me duele. La mandíbula también. No puedo contener este dolor, esta rabia que me pudre desde dentro.
—¿Qué es ese ruido? —susurré.
Desde lo alto, observé cómo una bestia del vacío emergía entre los escombros de la ciudad.
Su cuerpo parecía hecho de humo y hueso, con grietas que respiraban luz carmesí.
Cada paso suyo deformaba el aire, y el suelo temblaba bajo su peso.
Miré al cielo nublado y sonreí.
Por fin tendría un motivo para soltar todo lo que llevaba dentro.
Descendí como una sombra que el sol apenas logra tocar.
A unos cuantos pasos, el brillo carmesí de la bestia reflejó mi rostro —ese rostro torcido por el dolor.
Desenfundé mi espada.
Y corrí.
Corrí como un conejo que no busca huir.
Porque, por primera vez en días,
quería sentir que seguía viva.
