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Chapter 5 - Capítulo 5: "El festival sagrado"

El Festival Sagrado era el corazón de Aldoria. No era solo una fiesta: era un juicio de luz. Frente al Cosmo Cristal, todos los que aspiraban a conocer su magia se presentaban sin distinción de origen. Humanos, druidas, elfos, incluso vampiros y razas mixtas asistían bajo una regla antigua: la Barrera de Aldoria, que rodeaba el reino como un velo de claridad, permitía la entrada a cualquiera cuyo corazón fuera puro y cuyas intenciones no fueran maliciosas. Ese pacto, repetido por los sabios desde tiempos remotos, hacía del festival un raro puente entre mundos que, en otros lugares, se desconfiaban.

Al amanecer, la plaza de Luminaris se volvió un río de color. Estandartes ondeaban con símbolos del sol y la luna, los puestos ofrecían especias y panes dorados, y las campanas del templo marcaban el ritmo de una expectación contenida. El Cosmo Cristal, alto y facetado, latía con una luz suave que se intensificaba a medida que se reunían los candidatos. Eiden, demasiado joven para ser llamado, se abrió paso entre la multitud; no sabía por qué, pero sentía que el cristal lo miraba como si supiera su nombre.

Los sabios, envueltos en túnicas blancas, recordaron las reglas con voz solemne: cada aspirante debía posar las manos sobre el cristal; este revelaría su afinidad esencial, la verdad que dormía en su interior. No se pedían linajes ni certificados. La barrera ya había hecho el filtro: si estabas allí, habías sido admitido por tu intención.

Entre los nombres llamados, destacó uno que hizo que varias miradas se volvieran discretamente tensas: Charlotte. En su rostro afinado se adivinaba la elegancia antigua de los elfos; en sus ojos, un brillo profundo que delataba sangre vampírica; en su aura, un cruce raro —un tipo nephilim— que en otros reinos habría sido rechazado sin escuchar explicación. Aquí, sin embargo, estaba de pie, con la dignidad de quien ha sido juzgada por la barrera y encontrada sin malicia. Se había presentado para el examen con la esperanza de conocer su verdadera magia, y la barrera le había permitido cruzar.

Charlotte avanzó, silenciosa. Cuando colocó las manos sobre el cristal, la plaza contuvo el aliento. La luz del Cosmo Cristal se volvió múltiple, como si en su interior se despertaran dos auroras opuestas. Primero, un resplandor plateado, fino, frío como la claridad de la noche; luego, desde las profundidades, una penumbra viva, no hostil, similar al pulso de una sombra protegida. La combinación no era una simple mezcla de luz y oscuridad: era una armonía, una cuerda tensa que no rompía. Los sabios se miraron, alertas, pero nadie se movió. El cristal estaba diciendo una verdad.

Alrededor, algunos murmullos temblaron. "¿Vampiro?", "¿Elfo?", "¿Cómo puede ser?" Eiden no se unió al murmullo. El brillo doble lo golpeó como una campanada interior. Algo de aquello —la forma en que la luz y la sombra no se atacaban, sino que se reconocían— lo dejó inmóvil. El cristal no apartaba a Charlotte: la aceptaba. La barrera no la había detenido: la había traído.

El resplandor alcanzó un punto álgido y, por un instante, el cristal pareció apagarse desde el centro, como si los límites de su propia luz estuvieran siendo redibujados. Los sabios dieron un paso adelante, con precisión ceremonial, sin interrumpir el proceso. Charlotte resistió con los ojos abiertos, sin temor. Cuando el latido del cristal regresó, una sigilosa marca quedó suspendida en el aire: una runa binaria, mitad luminosa, mitad umbría, que se grabó sobre la palma de la joven y desapareció.

—Rara afinidad doble —dijo en voz baja el sabio mayor, lo suficiente para que los más cercanos escucharan—. Ligada a equilibrio y frontera. Aceptada por la barrera.

Charlotte retrocedió un paso, respirando hondo, y bajó la mirada con respeto. No hubo estallido, ni rechazo, ni condena. Hubo revelación. Eiden sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. La multitud, aún indecisa, se dividía entre el asombro y la incomprensión; pero la ley del festival era clara: la barrera decide quién entra, el cristal decide quién es.

El rito siguió su curso. Fuego, agua, viento, tierra: cada joven fue tocado por su destino con aplausos y orgullo. Sin embargo, el momento de Charlotte dejó una huella que no se borró. Algunos se quedaron mirando el contorno del cristal, como si esperaran una repetición; otros, con la devoción antigua, inclinaron la cabeza, aceptando que los dioses conservaban misterios que no se juzgan a primera vista.

Eiden tardó en moverse. La vibración en el aire había cambiado; no era el ruido de la fiesta, sino un pulso bajo, una cuerda que alguien había tensado detrás del mundo. Se llevó la mano al pecho, como si aquel latido no fuera de su corazón. Lory Howard lo encontró, preocupada.

—Estás pálido. ¿Qué viste?

—No sé —respondió con sinceridad, sin apartar la vista del cristal—. Pero lo que pasó con Charlotte… fue verdadero. La barrera la dejó entrar. El cristal la dijo.

Lory asintió, más seria de lo habitual. —El festival existe para esto. Para que cada uno se conozca, sin prejuicios.

Al atardecer, las campanas cerraron la ceremonia. Los sabios se retiraron con los rostros pensativos, la multitud se dispersó entre música y comentarios, y el Cosmo Cristal volvió a su latido regular. Charlotte, ya fuera del círculo, levantó con discreción la palma marcada y la cubrió con la manga, no por vergüenza, sino por pudor. Se había presentado para el examen; gracias a eso, había sabido su verdadera magia. No necesitaba más testigos que ella misma.

Eiden se alejó lentamente, con la sensación de que algo se había desplazado, apenas, en la arquitectura del mundo. El festival —ese puente que solo se abre a los corazones sin malicia— había demostrado que la luz y la sombra podían convivir cuando no había intención oscura. Y en ese ejemplo, tan claro como una campana, había también un presagio: el orden que todos daban por fijo estaba empezando a respirar de otra manera. La próxima llamada del cristal, lo supo, no tardaría. Y cuando llegara, la barrera, aún luminosa, decidiría de nuevo quién es digno de cruzar.

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