El amanecer en Luminaris llegó con un aire solemne. La ciudad aún murmuraba sobre Charlotte, la joven nephilim aceptada por la barrera, y sobre el extraño resplandor que había marcado su destino. Los sabios, inquietos, convocaron a la multitud nuevamente frente al Cosmo Cristal, como si intuyeran que algo más estaba por suceder.
La plaza se llenó de voces, de expectación. El cristal brillaba con fuerza, pero su luz era distinta: vibraba como si aguardara un nombre que aún no había sido pronunciado.
Eiden, entre la multitud, sintió el llamado. No era un sonido, ni un pensamiento: era un latido que lo empujaba hacia adelante. Sus pasos lo llevaron al círculo sagrado, y aunque no era su año, la barrera invisible se abrió para él. Nadie lo detuvo. Nadie pudo.
Eiden colocó sus manos sobre el cristal.
En ese instante, el mundo cambió.
Una luz dorada, cálida y envolvente estalló desde el centro del Cosmo Cristal, iluminando la plaza como un amanecer eterno. No era la luz fría de la magia común, ni el resplandor de los elementos conocidos. Era una claridad viva, que acariciaba la piel y hacía que los corazones se estremecieran con esperanza.
Los ojos de Eiden brillaron como estrellas, reflejando aquella luz dorada. La multitud quedó en silencio, incapaz de apartar la mirada.
El cristal vibró, intentó reconocer el poder que fluía en él… pero no pudo. Sus facetas se llenaron de destellos, buscando una afinidad, un nombre, una categoría. Fuego, agua, viento, tierra… nada respondía. El poder de Eiden no pertenecía a ninguna de las magias conocidas.
Los sabios se miraron, atónitos. Arkanis, el mayor de ellos, murmuró con voz temblorosa:
—El cristal… no puede nombrarlo.
La luz dorada se expandió más allá de la plaza, alcanzando las murallas y reflejándose en la barrera de Aldoria. Por un instante, toda la ciudad se bañó en un resplandor cálido, como si el sol hubiera descendido para abrazar a su pueblo.
Los niños reían sin entender, los ancianos lloraban, y los guardias se arrodillaban con respeto. Nadie sentía miedo. Era un poder que no destruía, sino que elevaba.
Eiden, con lágrimas en los ojos, susurró:
—¿Qué… soy?
El cristal respondió con silencio. Su luz seguía brillando, pero no podía definirlo. Era como si el poder de Eiden estuviera más allá de las leyes que regían el mundo.
De pronto, sobre el brazo de Eiden apareció una runa dorada, luminosa, que ardía sin quemar. Era un símbolo antiguo, desconocido incluso para los sabios. No era una marca de elemento, sino de destino.
La multitud contuvo el aliento. Lory, que había logrado acercarse, lo miró con asombro.
—Eiden… tu magia… no es como la de los demás.
Él la miró, aún temblando, y respondió con voz firme:
—No es magia. Es algo más.
El Cosmo Cristal se apagó lentamente, como si se rindiera ante lo inexplicable. La plaza quedó bañada en el resplandor dorado que aún emanaba de Eiden.
Arkanis dio un paso adelante, con voz solemne:
—Este niño… no pertenece a ninguna afinidad. El cristal lo ha reconocido, pero no lo ha comprendido. Es el Catalizador.
La multitud estalló en murmullos, entre el miedo y la esperanza. Eiden bajó la mirada, consciente de que su vida había cambiado para siempre. El despertar del cristal no había revelado un poder común: había revelado un milagro.
