Punto de vista de Hinata Rhiuus
Se dice que los Dones son fragmentos de la divinidad, bendiciones concedidas por el Creador a las razas que habitan Pangea.
No son simples habilidades: son la manifestación del alma y la voluntad, un lazo entre lo mortal y lo eterno.
En los albores del tiempo, cuando el mundo era joven y la Oscuridad Primigenia se alzó sobre los cielos, el Creador observó con tristeza la maldad que comenzaba a corromper el corazón de los hombres.
Entonces, movido por el amor hacia su creación, envió a cuatro seres bendecidos con el poder de los celestiales, para restaurar la armonía perdida.
Sus nombres se perdieron entre las eras, borrados por el polvo del tiempo, pero las escrituras antiguas aún hablan de ellos:
seres de Fuego, Viento, Tierra y Espíritu.
Cada uno representaba un aspecto fundamental de la existencia, y juntos conformaban el equilibrio entre la vida y la destrucción.
Algunos sabios creen que fueron héroes convocados desde otro mundo; otros, que los propios celestiales descendieron del firmamento por orden directa del Creador.
Sea cual fuere la verdad, su llegada marcó el inicio de una guerra que cambiaría el destino del mundo:
la Lucha por la Fe.
Frente a ellos se alzó el Ejército de Lúcifer, un océano de alas negras y cuerpos envueltos en sombras:
miles de ángeles caídos y demonios nacidos del odio.
Aquella guerra fue un cataclismo que oscureció los cielos durante siglos.
Las montañas se desplomaron, los mares se tiñeron de rojo, y el aire mismo ardió bajo el choque de sus poderes.
Las crónicas cuentan que las estrellas lloraban con cada grito, y que el sol se ocultaba, temeroso de presenciar la batalla.
A pesar de ser solo cuatro, los héroes resistieron.
Lucharon con una fuerza que ni los dioses menores pudieron comprender.
El primero, el Héroe de la Llama Pura, redujo ejércitos enteros a cenizas con una sola exhalación.
El segundo, el Guardián de los Vientos Sagrados, atravesó los cielos como una tormenta viva, desgarrando las alas de los traidores.
La tercera, la Vigía del Manto Terrenal, selló a los demonios en abismos de piedra y magma.
Y el cuarto, el Portador del Espíritu Celeste, mantuvo encendida la fe en los corazones de los hombres, incluso cuando la esperanza parecía muerta.
La guerra duró siglos.
Y aunque la victoria parecía imposible, la luz prevaleció.
Los héroes lograron empujar a Lúcifer y a sus huestes hasta los confines del mundo, encerrando a los espíritus malignos en lo más profundo del Bosque Maldito.
Pero la batalla tuvo un costo.
Lúcifer, herido y consumido por su propia oscuridad, comprendió que no podía vencer.
Antes de ser destruido, selló su cuerpo y su alma en una región sin nombre:
una prisión que solo él podría abrir.
Los héroes intentaron romper aquel sello, pero era tarde.
Sus fuerzas se desvanecían, sus almas se quebraban y su luz comenzaba a extinguirse.
Entonces, el Creador habló.
Con voz serena, pero cargada de tristeza, les dio una última orden:
—Entreguen el resto de su gracia a los mortales, para que la humanidad nunca vuelva a estar indefensa ante las tinieblas.
Sin vacilar, los cuatro héroes alzaron sus manos al cielo.
Y en un acto final de amor, derramaron su esencia sobre el mundo.
Sus cuerpos se deshicieron en haces de luz que descendieron sobre Pangea,
mezclándose con la sangre, el alma y los sueños de los hombres.
Así nació el Don.
El fuego de los héroes, fragmentado y disperso entre los corazones de las razas vivientes.
Desde aquel día, los Dones fluyen en la sangre del mundo,
y cada uno es único: un eco de la antigua batalla,
un susurro del poder que una vez sostuvo el cielo.
Los sabios dicen que cuando un mortal usa su Don,
una chispa del fuego de los héroes arde una vez más en la tierra.
Pero otros, más cautos, susurran que los Dones son una maldición…
Porque si los hombres portan el poder de los celestiales,
también pueden repetir su caída.
Shizuka cerró el libro antiguo con suavidad.
El leve golpe del cuero al cerrarse resonó en el dojo,
mientras la luz del atardecer se filtraba por los ventanales,
bañando el lugar con un tono dorado y cálido.
—Y así —dijo con una sonrisa serena—, niños, recuerden:
los Dones no son simples armas ni herramientas.
Son el reflejo del alma.
Su fuerza dependerá de cuán puro sea su espíritu…
y de si su corazón puede soportar el peso de una llama que alguna vez sostuvo el cielo.
Por unos segundos, nadie habló.
Hasta Edu, que siempre encontraba una excusa para bromear, permaneció en silencio,
mirando el suelo con una expresión pensativa.
Shizuka dio un suave aplauso, rompiendo la quietud.
—Muy bien, Hinata, —dijo, mirándome con ternura—, esta es tu primera clase sobre los Dones, ¿cierto?
Debido a lo que ocurrió ayer y al avance que mostraste, es posible que hoy podamos descubrir
tu Don… o al menos su clase y naturaleza.
Tragué saliva.
El corazón me latía tan fuerte que temía que todos lo oyeran.
—S-sí, maestra… es mi primera vez. —Mi voz apenas fue un susurro.
Kenji, que estaba sentado cerca, cruzó los brazos con una media sonrisa.
—Tranquila, no es tan aterrador como parece. Aunque si explotas el suelo, asegúrate de no apuntar hacia mí.
—¡Kenji! —reclamé con una mezcla de vergüenza y risa.
Edu soltó una carcajada que se contagió a todos.
Shizuka solo negó con la cabeza, divertida.
—Siempre tan ocurrentes… —murmuró, volviendo a su tono sereno—.
Hinata, no te preocupes. Manifestar un Don no es un acto de fuerza, sino de conexión.
No se trata de dominar el poder, sino de escucharlo.
—¿Escucharlo? —pregunté con timidez.
—Exacto. —Shizuka se acercó un paso—. Cada Don tiene su propia voz, una esencia única que responde al alma de quien lo porta. Algunos arden como fuego, otros fluyen como el agua, algunos se elevan como el viento… pero todos nacen del mismo lugar: del corazón.
Edu alzó la vista, pensativo.
—Entonces… si el Don nace del corazón… ¿por qué el mío intenta matarme cada vez que se manifiesta?
Al oír eso, una punzada me atravesó el pecho.
—Edu… —susurré, con una mezcla de preocupación y enojo.
La palabra "muerte" nunca me había gustado en su boca.
Aunque él tratara de bromear, sabía bien que ese miedo lo acompañaba… igual que a mí.
Shizuka pareció notarlo. Su voz, normalmente firme, se volvió suave y maternal.
—Porque tu alma no busca destruir, Edu. Solo… se apresuró a despertar.
Tu Don intentó correr cuando tu cuerpo aún estaba aprendiendo a caminar.
Pero no lo olvides: incluso el fuego más violento puede ser domado… si el corazón que lo guía es fuerte.
Kenji asintió con un gesto serio.
—Y si hay alguien que pueda hacerlo, ese eres tú, hermano. —Le dio una palmada en el hombro, sonriendo—. Nadie es más terco que tú cuando se trata de sobrevivir.
Edu soltó una risa ronca.
—Eso fue un cumplido raro… pero lo tomaré.
Las risas se apagaron lentamente, dejando tras de sí un silencio cálido, casi familiar.
Entonces Shizuka volvió su atención hacia mí.
—Hinata, ahora te toca. —Sus ojos irradiaban ternura—. Cierra los ojos. No pienses, no imagines. Solo… escucha. Deja que tu alma te hable.
Se acercó un poco más, bajando la voz.
—Sé que te preocupa lo que pueda pasarle a tu hermano —dijo con dulzura—. Pero no te angusties. Si quieres ayudarlo, primero debes conocer los Dones, estudiarlos, comprenderlos… y con el tiempo usar esa sabiduría para aliviar su carga.
¿No lo crees, Hinata? —añadió guiñándome un ojo.
Sus palabras me tranquilizaron… y, al mismo tiempo, encendieron una chispa dentro de mí.
Asentí con determinación.
—Recuerda —continuó Shizuka—, los Dones responden a tu alma, a tus deseos más profundos.
Pídele a tu espíritu aquello que más anhelas… y este te responderá revelando tu Don.
—Vamos, hermanita —dijo Edu con su sonrisa confiada—. Demuestra que eres una Rhiuus, como yo.
—Muy bien… —respondí, sintiendo el calor subir a mis mejillas.
—Cierra los ojos, Hinata —repitió Shizuka con calma.
—Sí, señora.
—Concéntrate. Respira… y deja tu mente en blanco.
Obedecí. Respiré profundo una y otra vez.
El dojo se desvaneció.
Solo quedaba el ritmo de mi corazón, el murmullo del viento y el eco de una voz interior que me llamaba.
—Hinata —dijo Kenji en la distancia—. Recuerda la sensación que tuviste cuando entrenamos ayer. Usa eso… esa armonía entre cuerpo y alma.
Asentí sin abrir los ojos.
Inspiré… y, en un susurro, recé:
> "Por favor, dones celestiales… escuchen mi llamado.
Atiendan mis súplicas.
Manifiéstense en mí con un don que me permita ayudar a mi hermano…
en su lucha interior."
El mundo se volvió silencio.
Solo mi respiración.
Solo el viento, danzando entre las paredes de papel.
Solo el latido profundo de la tierra… respondiendo al mío.
Entonces algo cambió.
Una brisa tibia rozó mis mejillas.
El suelo vibró bajo mis pies, suave, vivo, como si algo dentro de mí respondiera a un llamado antiguo.
Esa misma sensación que tuve al enfrentarme a Kenji regresó… pero esta vez más intensa, más profunda.
Y en un parpadeo… todo se volvió negro.
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—Hola, pequeña flor.
La voz era cálida, serena, envolvente.
Abrí los ojos y me encontré en un lugar tan blanco como la luz del amanecer.
Todo brillaba, pero no hería la vista; era como estar dentro de una nube de paz y armonía.
Frente a mí estaba aquella figura… el mismo ser que había atendido mis súplicas anoche.
—Señor… —murmuré, asombrada—. ¿Tú otra vez?
¿Por qué estoy aquí?
El ser sonrió, y su voz resonó como un eco dentro de mi alma.
—¿No lo recuerdas, pequeña flor? Te lo prometí.
Escuché tu clamor una vez más… y vine a darte la respuesta que buscabas.
—¿En serio? —pregunté, mi corazón latiendo con fuerza—. ¿Vas a decirme cómo puedo ayudar a mi hermano?
—Mucho mejor que eso, Hinata. —La figura extendió su mano luminosa hacia mí—.
Te otorgaré un Don.
El Don del Discernimiento.
—¿El Don… del discernimiento? —repetí, confundida—. ¿Qué es eso, señor?
Su voz se volvió más suave, casi paternal.
—Este Don te permitirá ver el flujo de la Gracia… la energía por la cual los Dones se manifiestan en el mundo.
Podrás observarla, comprenderla y estudiar su naturaleza.
El Discernimiento pertenece a la clase espiritual: con él, también podrás percibir las almas de los seres vivos… distinguir su luz o su oscuridad.
Y con el tiempo, cuando tu corazón madure, aprenderás a guiar esa luz hacia otros.
Lo miré, conmovida, sin saber qué decir.
El aire alrededor de él brillaba con tonos dorados y plateados, como si cada palabra suya tejiera estrellas en el vacío.
—Hinata Rhiuus —dijo el ser con solemnidad—.
Tu deseo de ayudar a tu hermano ha tocado el velo que separa lo divino de lo mortal.
Esa pureza de intención es rara incluso entre los sabios.
Por eso, a ti te concedo este don:
no para destruir, sino para comprender.
No para dominar, sino para sanar.
Sentí una calidez recorrerme el cuerpo, subiendo desde el pecho hasta las manos.
Pequeños hilos de luz comenzaron a envolverme, entrelazándose con mi piel como si tejieran un manto invisible.
—Gracias… —susurré con lágrimas en los ojos—. Prometo usar este don con sabiduría… y proteger a mi hermano.
Pase lo que pase.
El ser sonrió una última vez.
—Y lo harás, pequeña flor.
Porque la verdadera fuerza no nace del poder… sino del amor que te impulsa a usarlo.
Entonces, el mundo se deshizo en una lluvia de luz.
—¡Muchas gracias! —grité al ser mientras su figura se desvanecía entre la luz.
Todo volvió a la calma.
El silencio me envolvió, cálido y sereno, como si el viento mismo hubiera detenido su curso para observarme.
Sentí un cosquilleo recorrer mi cuerpo, una energía ligera que danzaba en torno a mis manos y pies.
Abrí los ojos lentamente y una tenue luz azulada brillaba envolviendome por completo.
Sonreí débilmente.
—Discernimiento… —susurré, extendiendo mis manos hacia el resplandor
Lo tengo.
